Editorial El Comercio

La reacción que ha provocado el golpe de Estado encabezado por el ahora expresidente en ciertos sectores es inaudita. A las pretensiones de hacer pasar como solo “un decir” las órdenes que dictó para que se cerrase el Congreso, se interviniese a la fiscal de la Nación, Patricia Benavides, y se “reorganizara” el sistema de justicia, y a los intentos de presentar lo ocurrido como producto de una conspiración (con intoxicación química del frustrado tirano incluida), se ha sumado en los últimos días en diversos lugares del territorio nacional, promovida por quienes nunca creyeron en el orden constitucional y quieren ahora imponer a través de la violencia lo que no pudieron conseguir por los medios lícitos que reconoce el sistema democrático.

Ojo, no estamos hablando aquí de quienes, en uso legítimo de su derecho a protestar, lo vienen haciendo de manera pacífica, solicitando medidas que no implican un quiebre del Estado de derecho como, por ejemplo, el adelanto de elecciones generales (un pedido que la presidenta ya para que se lleven a cabo en el 2024 y que debe seguir su cauce regular en el Congreso de la República). No. Estamos hablando de ese otro que viene dejando como saldo vías de comunicación obstruidas, y con parte de sus instalaciones destruidas (el Alfredo Rodríguez Ballón de Arequipa), un comisario tomado de rehén para ser canjeado por detenidos que habían atentado contra la propiedad pública y privada, y, sobre todo, en medio de los enfrentamientos entre los protagonistas de esas asonadas de ciertos sectores disconformes con la aplicación de la ley y las fuerzas del orden.

Es por eso que la respuesta de la autoridad legítima –esto es, el gobierno establecido tras la vacancia del golpista– no puede demorar. Eso es lo que espera y demanda una mayoría de la ciudadanía que quiere vivir en paz y bajo el imperio de las normas establecidas en nuestro “contrato social”. Nadie habla, como es obvio, de desatar en el país represiones indiscriminadas y cruentas, pero sí de restablecer el orden en los lugares donde la agitación social ha rebasado los límites que le marca la ley y de sancionar a los infractores directos de la misma y a sus azuzadores.

No nos cansaremos de decirlo. Obstruir una carretera es un delito, privar a un ciudadano de su libertad y destruir infraestructura, también. Y, sin embargo, durante años hemos sido testigos de atropellos como esos, y otros peores, en jornadas de supuesta protesta popular sin que las autoridades hayan atinado a responder ante ellos con los instrumentos que la legalidad pone a su disposición para ello.

Así como no se puede transar con la violencia, por otro lado, tampoco se puede transigir con las demandas que implican un alejamiento de la Constitución o incluso un quiebre total con ella. Pedidos para que el nuevo Ejecutivo cierre el Congreso cuando no existen los supuestos que la Carta Magna contempla para que ello ocurra de manera constitucional (lo que equivaldría a un golpe puro y duro como el que Castillo impulsó la semana pasada), se convoque una asamblea constituyente o se libere al frustrado dictadorzuelo (que cumple mandato de detención dictado por el Poder Judicial) son sencillamente improcedentes.

Mención aparte merece el detenido exmandatario que ayer difundió en sus redes sociales los bulos de que se encontraba “secuestrado”, que sigue ostentando el cargo de presidente y que no abandonará sus funciones. Una serie de afirmaciones que provienen, no está de más recordarlo, de quien luego de fallar en su operativo golpista trató cobardemente de asilarse en la Embajada de México para no rendir cuentas ante la justicia por su intento de subvertir el orden constitucional.

El crimen no es protesta y las demandas que implican un quiebre de la legalidad no deben tener cabida en ninguna sociedad democrática, no importa lo destemplado de los gritos de quienes postulan semejantes despropósitos.

Editorial de El Comercio