(Foto: EFE)
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Editorial El Comercio

Después de décadas de prueba y error, las funciones y responsabilidades del Estado están ya relativamente claras. Corresponde al sector público, por ejemplo, garantizar que la población tenga acceso a agua, salud, educación, seguridad, justicia y otros servicios que, por su naturaleza, requieren de algún nivel de involucramiento estatal para llegar a todos los ciudadanos en condiciones adecuadas. Por otro lado, las experiencias nacionales y extranjeras con un Estado empresario –emprendedor en aerolíneas, mineras, finanzas u otros– suelen tener resultados fallidos. Eso es lo que demuestra la historia económica.

Un ejemplo, tan dramático como ilustrativo, de que esta lección no ha sido asumida del todo en el país es el caso de Talara. Como reveló este Diario, más de 300 enfermos por COVID-19 han muerto en la provincia de Piura. Sin embargo, solo hay un hospital para enfrentar la pandemia, y este no cuenta con camas UCI. De acuerdo con el doctor Wilder Alayo, jefe del equipo médico del Hospital Essalud II Talara, el nosocomio únicamente dispone de “dos ventiladores mecánicos y una ambulancia obsoleta”. Talara es emblemática porque, más allá de las dramáticas estadísticas de salud que comparte con otras provincias, es la zona en la que se desarrolla el proyecto empresarial estatal más ambicioso de la historia del país: la refinería de Petro-Perú.

Con casi US$5.000 millones de inversión total, el proyecto siempre fue motivo de controversia desde quienes, como este Diario, fuimos escépticos de la necesidad de invertir tantos recursos públicos en una aventura sin mayor norte social, económico o financiero. Como se ha confirmado ya por parte del propio expresidente de Petro-Perú Carlos Paredes Lanatta, el proyecto supondrá una pérdida cercana a US$1.650 millones y, por lo tanto, “nunca se debió haber hecho”.

Si bien la comparación no es exacta debido a que la refinería es una inversión empresarial productiva que generará algún nivel de ingresos propios, no está de más preguntarse –sobre todo en circunstancias como las actuales– qué se podría haber hecho con ese presupuesto. En el campo de la salud, lo destinado al elefante blanco de Talara podría bien haber servido para construir más de 150 hospitales, o varios miles de camas UCI. De hecho, solo la refinería es ocho veces el presupuesto total invertido el año pasado por todas las instancias de gobierno en el sector Salud. Es, además, interesante preguntarse cuál hubiese sido la reacción general si las brechas de infraestructura en salud fueran tan profundas en una provincia en la que se desarrolla desde hace varios años un proyecto de inversión privada de ese tamaño.

Esto es no es un ejercicio retórico ni ideológico. Las muertes son reales. Las carencias que las permitieron, también. Talara es, de cierto modo, la esencia destilada de un Estado que perdió la perspectiva de lo que le tocaba hacer con el dinero que le confiaron sus contribuyentes. El problema principal, de un tiempo a esta parte, no ha sido ya la falta de ingresos fiscales. Con la pandemia encima y miles de infectados que necesitan atención médica básica urgente, la corrupción, el dispendio y la gestión mediocre de décadas hacen notar sus huellas ahora más que antes. De cierto modo, Talara es hoy el espejo del Perú.