Editorial El Comercio

Los integrantes de la misión de la , que llegaron ayer a territorio nacional para respaldar “la institucionalidad democrática y la democracia representativa en el Perú”, entienden bien que las tensiones son altas y que su trabajo será examinado con minuciosidad. “Sabemos que nuestra visita ha levantado gran expectativa en el Perú, que cualquier gesto que hagamos o cualquier palabra que digamos habrá quien lo interprete como una toma de posición del grupo en uno u otro sentido; nada más lejos de la realidad”, indicó la semana pasada el vocero de dicha delegación, Eladio Loizaga, excanciller de Paraguay.

La misión, según se presume, se debería reunir en las próximas horas con los máximos representantes de los tres poderes del Estado –Ejecutivo, Legislativo y Judicial–, además de con organizaciones religiosas, empresariales, de la sociedad civil, entre otras. Buena parte del debate sobre su agenda, sin embargo, se ha centrado en la necesidad de una reunión con el Ministerio Público –actor indispensable en las actuales circunstancias en las que el y su entorno coleccionan varias investigaciones a cargo de esta institución–,que esperemos se realice, pues solo así los visitantes podrán llevarse una clara idea sobre lo que aquí sucede luego de dos días de conversaciones variadas.

Pues la historia, la verdad, no es demasiado compleja. En resumen, desde julio del 2021 difícilmente transcurre una sola semana sin nuevos indicios de que el Gobierno Peruano habría sido cooptado por grupos que trafican con los intereses nacionales y que atropellan lo que haga falta –incluyendo a la prensa– para ocultar sus huellas y protegerse. Desde el otro lado, la fragmentación y torpeza de la oposición política ha sido uno de los principales aliados involuntarios para el mantenimiento del presidente Castillo en el poder. Este marco disfuncional se completa con una estructura constitucional que hace muy difícil procesar a un presidente en ejercicio aun si las evidencias son contundentes.

La narrativa de “golpe de Estado”, que con entusiasmo denuncian los allegados al mandatario, no es más que un soso ejercicio de humo y espejos legales. Lo que subyace, en realidad, es el intento de protección a un grupo de personas cada vez más cercadas por la justicia. La misión de la OEA debería ser capaz de construir por su cuenta esta imagen y expresarla en el informe que remitirán luego de su visita, pero facilitaría su labor, por supuesto, que logren reunirse con interlocutores diversos y legítimos entre hoy y mañana.

Contrario a lo que normalmente se tiende a proyectar, en esta gran historia nacional no hay dos versiones encontradas, cada una con una parte de la verdad. Más bien, se corre en estas circunstancias el riesgo de caer en una suerte de falacia de equidistancia, en la que se presume que el punto medio entre los argumentos de dos posiciones antagónicas debe ser el correcto. Este no es el caso. Aquí lo que hay son gravísimas sospechas de corrupción y obstrucción de la justicia al más alto nivel, y un sistema institucional de contrapesos que –con todos sus problemas, tropiezos y limitaciones– hace lo que puede para defenderse.

Cuando el presidente Castillo solicitó a la OEA la activación y aplicación de la Carta Democrática Interamericana, denunció un “complot” en su contra mediante un “nuevo golpe de Estado”, pues su elección como presidente “significó el acceso al poder de los sectores sociales provincianos y urbano-marginales por primera vez en la historia del Perú”. La victimización de la que hace gala el Gobierno quizá puede convencer a algunos de que hay un ataque orquestado e insólito de la prensa, la oposición política, la fiscalía y buena parte de la sociedad civil en su contra, porque, como dice el propio presidente, a los poderosos “no les gusta que un campesino esté en Palacio de Gobierno”. Un argumento tan pobre, sin embargo, no debería persuadir a un grupo de diplomáticos experimentados. La evidencia está a la vista de quien la quiera ver.

Editorial de El Comercio