Editorial El Comercio

La álgida situación de los en torno de la en el país ha visto expresiones gráficas de violencia en los últimos días. En la noche del martes, un grupo de personas invadió una de las instalaciones de la minera en Apurímac y a equipos y maquinaria de la empresa. Horas antes del siniestro, personal de mantenimiento de una empresa contratista de la minera y efectivos policiales se habían enfrascado en una disputa con ciudadanos de la comunidad de Huancuire cuando intentaban desalojar a estos últimos de una planta de tratamiento de aguas residuales que lleva casi 50 días tomada ilegalmente.

Esa misma noche, se registró en el campamento minero Los Chancas, también en Apurímac, luego de que un grupo de personas, entre los que se encontrarían mineros informales e ilegales, ingresaran violentamente a las instalaciones del proyecto que pertenece a la empresa Southern. “Durante el ataque, los agresores utilizaron explosivos y armas de fuego […]. Se ha verificado la destrucción de cuatro camionetas, tres grupos electrógenos, casetas de seguridad, más de 15 módulos de viviendas, carpas, almacén y depósitos de combustible”, informó la empresa.

A pesar de su gravedad, no es la primera vez que vemos episodios de este tipo. Hace menos de dos meses, por ejemplo, comentábamos que otro ataque contra la mina Las Bambas había ocasionado que 15 vehículos y múltiples máquinas y que los agresores habían intentado quemar hasta un helicóptero de la empresa.

Como es sabido, la tensa situación alrededor de Las Bambas no es reciente y ha significado que desde el 2016 las operaciones en la mina –que lleva 50 días paralizada– se hayan visto forzadas a detenerse por un total de más de 400 días debido a múltiples bloqueos. En rechazo a esta situación, trabajadores de la empresa marcharon ayer para demandarle al Estado que aplique la ley allí donde esta ha quedado suspendida por la toma de instalaciones y el corte de caminos. En la tarde, la Presidencia del Consejo de Ministros emitió un comunicado en el que afirmaban que el Gobierno se encontraba trabajando para “recuperar el Estado de derecho en la zona” (una explícita aceptación de que la ley ha sido suspendida en el lugar), pero sin mencionar una solución al problema.

Ya hemos dicho anteriormente que en una democracia a todo ciudadano le asiste ciertamente el derecho de protestar por aquello que considera importante. Ello, sin embargo, no habilita a que los reclamos se efectúen a través de acciones que infringen la ley y afectan los derechos de los demás. Como hemos recordado en varias ocasiones, en política son los medios los que justifican el fin, y nunca al revés. Una ocupación de una carretera, una toma de una instalación o una afectación de vehículos o maquinaria privadas no son protestas sociales; son actos ilegales y, como tales, deben ser sancionados por la ley. Pero eso no parece estar ocurriendo bajo este Gobierno.

Es inaceptable, por ejemplo, que un grupo de personas haya podido tomar el reservorio de agua de un campamento minero como Cuajone durante más de 50 días sin que las autoridades hicieran algo para corregir la situación. Tan inaceptable como resulta la práctica –de un tiempo a esta parte, peligrosamente recurrente– de prenderle fuego a la propiedad de una compañía con la que se mantiene un contencioso.

Los daños que episodios como los vistos esta semana causan son dobles. El primero, por supuesto, es el económico, que implica no solo el valor de las pérdidas materiales, sino también el costo de todas las inversiones extranjeras que dejarán de venir al país por miedo a que les suceda lo mismo. Pero el daño más grave y menos cuantificable a primera vista es el que se le inflige al Estado de derecho, que es, en última instancia, el que viene siendo incendiado ante la mirada impertérrita de nuestras autoridades que parecen ver cómo el fuego devora el imperio de la ley sin mostrar la más mínima intención de salvarlo de las llamas.

Editorial de El Comercio