Editorial El Comercio

El fin de semana pasado, una enorme explosión en el puente que conecta la península ucraniana de Crimea –ilegalmente ocupada por las tropas de Vladimir Putin en el 2014– con tuvo significancia operativa, predictiva y simbólica.

Operativa porque el puente es el camino principal para transportar equipamiento, personal y armas de Rusia hacia Crimea, desde donde luego se distribuyen a las zonas ocupadas de . Rutas alternativas, por tierra firme, para llegar a Crimea involucran atravesar territorios peligrosos en disputa. Predictiva porque marca un hito importante en el desenlace que se anticipa para el conflicto: uno en el que las Fuerzas Armadas ucranianas, tarde o temprano, terminan imponiéndose sobre los invasores. Y, finalmente, simbólica porque el puente de casi 20 km fue inaugurado por el propio Putin en el 2018 como demostración de fuerza sobre Ucrania y sobre la comunidad internacional.

Sin embargo, la reciente anexión de cuatro territorios ucranianos a Rusia vía referendos ilegales hace pensar que la guerra podría extenderse por un tiempo indeterminado. La próxima llegada del invierno, por su lado, hará más difícil para las tropas ucranianas continuar con el ritmo de la ofensiva de las últimas semanas y es posible que se regrese al desgaste y estancamiento de los meses anteriores.

Todo ello es una mala noticia para los mercados globales. Europa tiene más reservas de gas que en años pasados para enfrentar el incremento de la demanda que vendrá en invierno, pero no suficientes como para contener la escalada de precios. El corte de suministros desde Rusia ha motivado paquetes fiscales sumamente onerosos para blindar –siquiera parcialmente– a las familias del norte de Europa de cuentas de gas exorbitantes. La continuidad de la guerra significa también que no solo los precios de la energía permanecerán relativamente altos, sino también los de los fertilizantes y alimentos.

Si a todo eso se le agrega un incremento global de tasas de interés para combatir la inflación –33 de los 38 bancos centrales monitoreados por el Banco de Pagos Internacionales (BIS) han subido sus tasas de interés este año– y la preocupación por una desaceleración económica en China, las perspectivas de los siguientes meses no son halagüeñas. Los mercados financieros ya recogen el pesimismo del ambiente: las acciones alrededor del mundo han caído 25% expresadas en dólares, el peor año desde la década de los 80.

El Perú no puede hacer mucho para influir en las tendencias globales, pero puede prepararse mejor para un 2023 que –todo parece indicar– vendrá con retos significativos para una economía relativamente pequeña y abierta como la nuestra. Dos espacios de mejora son obvios. El primero es adecuar el presupuesto público del próximo año, que hoy se debate en el Congreso, a la posibilidad de que los precios de los minerales bajen significativamente y las exportaciones caigan. El sesgo optimista del presupuesto del 2023 preparado por el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) ha sido resaltado ya por el Consejo Fiscal y por analistas independientes. Ello puede corregirse con expectativas más prudentes, en línea con un escenario internacional en deterioro.

El segundo es mantener prendidos todos los sectores económicos que sea posible. Si los vientos externos dejan de soplar a favor, los motores internos deben trabajar a doble ritmo. No obstante, la posible suspensión del proyecto minero Quellaveco –resaltada ayer en este Diario–, la insistencia en normas laborales que fomentan la informalidad, entre otros puntos recientes, son señales de que la actual administración aún no es plenamente consciente de la magnitud del problema económico que podría tener entre manos en el futuro cercano. La guerra en Ucrania puede sentirse lejos, pero sus efectos se seguirán sintiendo por los próximos meses y ninguna preparación extra para posibles escenarios difíciles estaría de más.

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