Editorial: Que gasten los guantes
Editorial: Que gasten los guantes

No son pocos los círculos en los que “competencia” es una mala palabra. Cuando se trata de pensar la manera óptima en que deberían funcionar algunos sistemas, se prefieren palabras menos confrontacionales como “cooperación” o “reciprocidad”. Pero a pesar del atractivo emocional con que se suelen bañar estos últimos términos, lo cierto es que la competencia puede ser tan o más útil para todos en muchas circunstancias. 

En la educación, por ejemplo, la competencia de los alumnos por alcanzar las mejores notas –y eventualmente acceder a una mejor universidad o becas de estudio– los reta a esforzarse cada vez más y redunda en un mejor aprendizaje conjunto. En política, la competencia de los partidos por captar las preferencias de los ciudadanos los fuerza a escuchar a los votantes y actuar acorde a sus intereses.

En los mercados, la historia no es muy distinta. Las empresas, si quieren permanecer en el mercado, deben destacarse de sus competidores para ganar el favor de sus clientes. Y en este proceso, los principales beneficiarios son los consumidores. Hace poco, en el Perú se vio dos ejemplos claros de este mecanismo en acción. 

El primero, en el mercado de planes de Internet móvil. A la decisión de Entel de duplicar la cantidad de megas para navegación por Internet ofrecidos al mismo precio siguió la respuesta de Claro y Movistar de ofrecer navegación ilimitada en redes 4G hasta fin de año para sus clientes pospago. 

El segundo ejemplo reciente se dio en el sistema financiero. Siguiendo una política previa del Scotiabank, tanto el BBVA Continental como el BCP decidieron eliminar la llamada comisión interplaza –que se cobra cuando se realiza un retiro de efectivo de un cajero automático en una región distinta de donde se abrió la cuenta–. Ambas medidas benefician, literalmente, a millones de usuarios.

Lo que tienen en común ambos ejemplos es que en ninguno hubo una disposición regulatoria del Osiptel ni de la SBS que los forzara. Como en una carrera, el ver que un competidor se adelanta genera los incentivos para esforzarse aun más y no perder el paso. La competencia creó las condiciones (y la necesidad) para mejorar.

Esta reflexión es especialmente importante en vista de que, para ciertos burócratas, congresistas y sectores de la población, la regulación de la actividad privada suele ser la opción favorita. El problema con esta solución es que el regulador de turno tiene, por un lado, limitado conocimiento respecto de las posibilidades de innovación y costos de las empresas proveedoras y, por otro lado, aun menos conocimiento de las preferencias del público. Doblemente tuerto, el exceso regulatorio termina por restringir la innovación y tiene amplias chances de equivocarse –y, de hecho, muchas veces lo hace–.

Esto no quiere decir que no exista espacio para la supervisión pública de los mercados en los que la competencia es limitada (incluyendo los mercados bancario y de telefonía que sirven de ejemplos). Pero en estos casos la política pública debería orientarse a fomentar la competencia siempre que se pueda, no a dejarle menos espacios de acción. Por ejemplo, restringir los tipos de tarifas y servicios que los operadores móviles pueden ofrecer, o condicionarlos a su previa aprobación y reporte al regulador, resta dinamismo al mercado y limita las nuevas ofertas para el público.

Las empresas demuestran, consistentemente, que responden a los incentivos que el mercado les plantea. Más que temerle a la iniciativa privada, el sector público debe dar más espacio para que las empresas gasten sus guantes en esa pugna competitiva; y, por el contrario, permanecer atento al peligro real que palabras como “cooperación” y “reciprocidad” pueden significar para la competencia empresarial.