(Foto: Archivo El Comercio)
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Editorial El Comercio

No han sido pocas las controversias desatadas desde que el empresario y ex presentador de televisión Donald Trump emprendió la carrera que lo llevó a ocupar la presidencia de Estados Unidos. Incluso cuando competía por lograr la nominación del Partido Republicano, sus declaraciones respecto al muro que proponía construir en la frontera con México (y que, señaló, haría pagar a los mexicanos) o sobre el bloqueo que promovería para evitar la entrada de musulmanes al país norteamericano permitían presagiar que su discurso estaría cargado de expresiones demagógicas y xenófobas.

Pero la que parecía ser una estrategia de campaña que no podría sostenerse una vez llegado a la Casa Blanca, resultó ser la manera del presidente Trump de hacer política. Así, no solo en las reformas que ha promovido (como firmar un decreto que temporalmente negó el ingreso al país a personas provenientes de siete naciones predominantemente musulmanas) sino también con sus declaraciones (como las críticas que ha realizado contra distintos medios de prensa, políticos estadounidenses y mandatarios de otros países), Trump ha demostrado que el trato diplomático no es algo que le concierne. Solo en la última semana, por ejemplo, el mandatario se enfrentó públicamente a varios deportistas de la liga estadounidense de fútbol americano y a la red social Facebook.

Lamentablemente, las diatribas del presidente estadounidense alcanzan niveles que generan una preocupación global. En el terreno de las relaciones internacionales, sus enfrentamientos directos y cada vez más frecuentes con Corea del Norte y su líder Kim Jong-un impiden descartar que un mal día se anuncie el inicio de una guerra que tendría magnitudes nunca antes vistas.

No se trata solo de los insultos que se han dedicado los líderes de ambos países (entre otras cosas, Trump ha llamado “demente” y “hombre cohete” a Kim Jong-un, y el líder norcoreano ha respondido que castigará “con fuego al senil norteamericano mentalmente trastornado”). Además, en su primer discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas el 19 de setiembre, el presidente republicano afirmó: “Estados Unidos tiene fuerza y paciencia, pero si se ve obligado a defenderse o a defender a sus aliados, no habrá otra opción que la total destrucción de Corea del Norte”.

El mensaje, desde luego, provocó una respuesta del gobierno de ese país. La semana pasada, el ministro de Exteriores norcoreano, Ri Yong-ho, declaró: “El mundo entero debería recordar claramente que fue Estados Unidos el primero en declarar la guerra a nuestro país. Y [...] tenemos derecho a tomar medidas como derribar a bombarderos estratégicos estadounidenses incluso si no están dentro de las fronteras aéreas de nuestro país”.

Todo esto mientras en Asia el gobierno de Kim Jong-un realiza ejercicios militares para probar su arsenal nuclear, invade el espacio aéreo japonés con un misil, amenaza con sumergir a Estados Unidos “en un inimaginable mar de fuego” y advierte que buscará detonar una bomba de hidrógeno de un nivel sin precedentes en el Océano Pacífico.

Y si bien el secretario de Estado de Estados Unidos, Rex Tillerson, y el de Defensa, James Mattis, han insistido que la vía diplomática es la prioridad para solucionar la tensión con el país asiático, Trump volvió a generar preocupación mundial al agregar que se encuentran “totalmente listos” para llevar a cabo una acción militar que sería “devastadora para Corea del Norte”.

La temperatura que está alcanzando esta discusión ha encendido alarmas más allá de los dos países involucrados. Ya en agosto, el presidente de China, Xi Jinpin, instó a Trump a evitar palabras y acciones que pudieran empeorar la situación con Corea del Norte. Y hace unos días ha sido el canciller ruso, Serguei Lavrov, quien calificó los ataques entre estos mandatarios como una “pelea de guardería”.

El problema, por supuesto, es que en una pelea en la que cada una de las partes quiere gritar más fuerte ninguna escucha lo que el otro quiere decir. Y mientras ambos líderes compiten irresponsablemente por quién tiene la palabra final, el mundo entero queda en vilo a las consecuencias que cada nuevo grito pueda acarrear.