Editorial: Guerra avisada
Editorial: Guerra avisada

Las relaciones entre los distintos poderes del Estado no pueden ni deben ser una fiesta de camaradería. Al contrario, la función de contrapeso que la Constitución le encarga a cada uno de ellos respecto de los otros dos supone una permanente vigilancia recíproca y ocasionales tensiones. Por eso, resultan exageradas las alarmas y la polvareda que levanta a veces el solo ejercicio de tales atribuciones por parte de alguno de ellos.

Así, por ejemplo, la sola idea de una eventual interpelación a un ministro –como se ha ido especulando en los últimos días en relación con el titular de Educación, Jaime Saavedra, por la organización de los Juegos Panamericanos del 2019–  no debiera ser condenada en sí misma. La interpelación de ministros constituye, pues, una atribución esencial del Legislativo y su pertinencia tendría que ser evaluada por los congresistas que decidan promoverla, teniendo en consideración, además, que la ciudadanía examinará por su parte si tal potestad es ejercida con sustento o no.  

Dicho esto, sin embargo, es preciso observar también que existe en cierta oposición una aparente complacencia por especular en voz alta acerca de las cortapisas que podrían ponerles a los afanes del gobierno por sacar adelante determinadas iniciativas o seguir contando con el concurso de tal o cual colaborador.

En particular, representantes del fujimorismo –que tiene una bancada suficientemente numerosa como para poner por sí sola a la administración de Kuczynski en problemas– han hecho últimamente un poco disimulado alarde de las medidas que podrían tomar en ese sentido, sin mencionar de manera específica las razones que tendrían para hacerlo.

Desde las admoniciones genéricas del presidente de la Comisión de Constitución y Reglamento, Miguel Torres (“El premier vino señalando que necesitaba todo y los congresistas le hemos dejado ver que no somos una mesa de partes”), hasta las alusiones de la titular del Parlamento, Luz Salgado, a un temor del que nadie había hablado (“No se asusten cuando digamos que este decreto no va, porque lo que estamos haciendo es cumplir con lo que manda la Constitución”) y pasando por los pronósticos de tormenta de la vocera de la bancada de Fuerza Popular, Lourdes Alcorta (la interpelación es un procedimiento “que va a ocurrir en numerosas oportunidades a lo largo del gobierno”), muchas de las intervenciones de los congresistas del conglomerado naranja han dejado la sensación de ser fundamentalmente una exhibición de poder.

Una versión un poco más sofisticada, digamos, de la famosa frase “las vueltas que da el mundo”, que la misma Alcorta le dedicó al ministro del Interior, Carlos Basombrío, en la sesión en la que el actual Gabinete fue a pedir el voto de investidura al Parlamento, y que pretendía hacer notar que la suerte del funcionario dependía de los representantes de la opción política que él había vilipendiado durante la campaña.

Arrebatarse porque el primer ministro quiere, en principio, obtener todo lo que pide o barajar escenarios de derogación de decretos legislativos que todavía no existen resulta, en efecto, tan absurdo como indignarse por la posibilidad de que un ministro sea interpelado. Más que la salvaguarda de los fueros y los derechos del Congreso parece un regodeo en la capacidad que se tiene de poner contra las cuerdas al contendor político que les infligió en el pasado reciente una derrota electoral. El aviso, en suma, de los aires de guerra que se piensa hacer soplar sobre ese viejo contrincante.

Pero con el ingrediente perverso de que, en esta circunstancia, la guerra avisada sí puede matar gente. Y, por una cuestión de imagen de la que los titulares de la bravata no parecen ser muy conscientes, no solo en el campo de los que reciban el ataque.