Editorial El Comercio

Esta semana el culminó un auténtico despropósito. Ello a pesar de las advertencias que recibió en su momento de instituciones como la Defensoría del Pueblo, el Consejo Nacional de Educación (CNE) y la propia Superintendencia Nacional de Educación Superior Universitaria (), a pesar de las observaciones formuladas en su momento por el gobierno del presidente y a pesar de que, hasta el último, una de sus integrantes, la parlamentaria Heidy Juárez (Alianza para el Progreso), solicitó una reconsideración sobre la votación final que fue rechazada.

Con 72 votos a favor, 39 en contra y cuatro abstenciones, el último miércoles el Legislativo el proyecto de ley que menoscaba a la Sunedu al, entre otras cosas, restarle atribuciones, retirar su adscripción del Ministerio de Educación (Minedu) y cambiar la composición de su consejo directivo para que las universidades puedan ocupar tres de las siete plazas con las que cuenta este. Tomando en consideración la labor que ha venido desempeñando la Sunedu para garantizar el cumplimiento de las condiciones mínimas de educación en las universidades peruanas en los últimos años, la decisión del Parlamento no solo es un atentado contra ella, sino contra la reforma universitaria en pleno.

Tan temprano como cuando esta iniciativa se aprobó en primera votación en el hemiciclo el pasado febrero, ya advertimos sobre los riesgos que entrañaba. En primer lugar, está el origen de los miembros que integran el consejo directivo de la entidad. Un aspecto nada fútil.

Actualmente, de las siete plazas disponibles, dos son ocupadas por personas provenientes de las comunidades universitarias públicas y uno de las privadas, seleccionadas mediante concurso público. Es importante destacar aquí que ninguno de estos tres es nombrado en representación de una universidad en específico, sino más bien como profesionales independientes. El razonamiento detrás de este esquema es que los intereses de las universidades no terminen filtrándose y contaminando un organismo entre cuyas atribuciones se encuentra la de evaluar el otorgamiento o la modificación de la licencia que deben recibir las universidades para operar. En otras palabras, que no estemos ante un caso palmario de partes actuando como jueces en un asunto tan delicado.

El Congreso, sin embargo, ha dispuesto que el nuevo consejo directivo de la Sunedu esté integrado por tres representantes de las universidades (dos de las públicas y uno de las privadas). Y que de este colectivo en el que las universidades ocuparían directamente tres de las siete plazas existentes salga el próximo titular de la superintendencia (que actualmente es designado por el Minedu). Difícil soslayar el conflicto de intereses que este cambio supone.

Además, la ley despoja a la Sunedu de sus atribuciones para evaluar y licenciar programas, escuelas y facultades nuevas, y le deja solo las concernientes a aprobar el licenciamiento de universidades y filiales. De modo que las universidades que busquen implementar nuevos programas de estudio y expandir su oferta académica podrán hacerlo sin la aquiescencia del regulador. También la nueva legislación le quita a la Sunedu la potestad para actualizar las condiciones básicas de calidad (CBC).

Finalmente, al retirar la adscripción de la Sunedu al Minedu, la nueva ley golpea la posibilidad de contar con un ministerio que, como bien lo explicó en su momento el CNE, “asuma cabalmente el rol rector de las políticas de educación superior y se encargue del fomento de las mismas”.

Por supuesto, todo esto se había advertido desde mucho antes de que el Congreso votase mayoritariamente por seguir adelante con este desatino. Y la circunstancia de que varios de los parlamentarios y partidos políticos presentes en el hemiciclo solo abona a la tesis de que estamos ante el enésimo capítulo de políticos peruanos anteponiendo sus intereses personales para socavar una política pública (tal y como hemos visto reiteradas veces en el sector del transporte urbano).

Ya sabíamos que este Congreso también podía asemejarse a sus antecesores al momento de aprobar despropósitos. Ahora sabemos, además, que puede insistir en ellos hasta las últimas consecuencias.

Editorial de El Comercio