(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Editorial El Comercio

La indignación que siente el país ante los últimos destapes de corrupción en el seno del y otras instancias judiciales es comprensible y justificada. Pero el desprestigio público no es monopolio de las instituciones del sistema de justicia. De acuerdo con la publicada ayer en este Diario, la aprobación del presidente Vizcarra alcanza 35%, del gobierno en conjunto 25%, del Congreso 15%, y entre los líderes políticos evaluados ninguno llega al 25%.

Más allá de la decepción, el momento debe ser visto como una oportunidad para llevar adelante una reforma institucional profunda, que hoy contaría con legitimidad y aprobación mayoritaria de la ciudadanía. Ausente esta reforma, sin embargo, uno de los riesgos obvios es el acrecentamiento de la constante amenaza de tirar por la borda lo avanzado en las últimas décadas a partir de un descontento político total con el sistema. No se puede tolerar que se mantenga un statu quo disfuncional que favorece el amiguismo y la corrupción, pero tampoco que esto sea aprovechado por quienes pretenden pescar a río revuelto.

A pesar de su debilidad institucional, el Perú pudo avanzar a gran velocidad durante casi diez años. No solo en frías cifras de producto bruto interno y productividad, sino también en las capacidades de consumo de las familias y su acceso a servicios. De acuerdo con metodología del BID, el número de personas que conforman la clase media y clase media vulnerable pasó de 27% en el 2005 a 76% en el 2013, mientras que la pobreza en el mismo período disminuyó de 72% a 23%. El mismo lapso vio mejoras sustanciales también en el acceso a educación, a salud, a infraestructura, a electricidad, a agua y a casi todo lo que –desde diversos puntos de vista– se le pueda llamar ampliamente calidad de vida. Este es un cambio estructural en la sociedad peruana que hoy pocos pugnan por reconocer.

Estas mejoras, no obstante, han detenido su vigoroso avance en los últimos años. En el 2017, por ejemplo, se vieron por primera vez incrementos en la tasa de pobreza y caídas en el empleo formal. El sistema –aún carente de sólidos cimientos institucionales– permitió que el despegue de la iniciativa privada provea mejores condiciones de vida para millones de peruanos, pero el progreso alcanzado es aún largamente insuficiente y, lo que es peor, no ha evolucionado para incluir a los millones que todavía quedan al margen.

¿Cómo consolidar a esa clase media que ha empezado a emerger de manera nítida en distintos puntos del país? ¿Cómo facilitar la transición desde la pobreza y la necesidad hacia el acceso a bienes y servicios básicos para desarrollar una vida plena? ¿Cómo canalizar las crecientes demandas no solo por mejores condiciones materiales de vida, sino también por los derechos ciudadanos plenos que deben caracterizar a las clases medias?

Lo que se ha avanzado hasta hoy, lejos de desconocerse, debe servir de punto de apoyo para ganar la legitimidad que estos cambios institucionales requieren. La decepción y sinsabor de los últimos días, encauzados en un marco de reconocimiento por lo efectivamente logrado y también lo pendiente, pueden ser el combustible para acelerar una reforma de los sistemas político y judicial, sistemas que finalmente imprimen su huella sobre todo aspecto de la vida pública.