(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Editorial El Comercio

Luego del derrumbe del muro de Berlín en 1989 y el consiguiente desmembramiento de la Unión Soviética dos años después, se llegó a pensar que el mundo en su conjunto se embarcaría en un viaje unidireccional hacia democracias cada vez más consolidadas y abiertas. Una tesis que el politólogo estadounidense Francis Fukuyama bautizó en su momento como el fin de la historia. Tres décadas después de esos acontecimientos, sin embargo, el balance luce poco auspicioso.

En los últimos años, el mundo no solo no se ha desembarazado de algunas tiranías anacrónicas (como las de Corea del Norte y Cuba), sino que ha visto a gobiernos democráticos deslizarse o resbalar peligrosamente en las desviaciones autoritarias de algunos caudillos. Son los casos de –por citar solo algunos ejemplos, pues esta página no alcanza para enumerarlos a todos– la Turquía de Recep Tayyip Erdogan, la Filipinas de Rodrigo Duterte y las naciones de la fallida Primavera Árabe (como Egipto, que depuso al longevo dictador Hosni Mubarak para implantar al dictador Al-Sisi). Incluso en territorios que uno creería infecundos para estas experiencias, como la Unión Europea, han aparecido liderazgos poco plurales y marcadamente intolerantes, como Víctor Orban en Hungría, Marine Le Pen en Francia o Mateo Salvini en Italia.

América Latina, por su parte, no ha sido ajena a esta parábola que parece desplazar lentamente a la democracia. Según el último Latinobarómetro, presentado el viernes pasado, el apoyo a la democracia en la región ha caído a una sima tras siete años de descenso consecutivo (del 61% en el 2010 al 48% hoy). Una curva que los autores del estudio han catalogado como ‘diabetes democrática’. Un dato curioso del informe es que los países que registran las mediciones más altas o en los que más ha crecido el apoyo a la democracia son Venezuela (a la cabeza de la región, con un 75% de respaldo) y Nicaragua (donde creció 11 puntos en un año), cuyos gobiernos difícilmente podrían considerarse como tales. Quizá como un recordatorio de que la democracia, como la libertad, se valora recién cuando se pierde.

¿Qué explica este descenso? Difícil dar con una respuesta axiomática. Pero no hace falta ser muy zahorí para intuir que algunos factores que han alimentado este fenómeno son la percepción de la economía de la región (el promedio de latinoamericanos que cataloga la situación económica de su país como buena o muy buena es de apenas el 12%, según el Latinobarómetro), la corrupción (18 ex presidentes y vicepresidentes están implicados en escándalos de corrupción, según “The Economist”) o las altas cotas de violencia en países como Brasil.

Quizá esto ayude a entender por qué hace muy poco el país carioca llevó a la presidencia a un personaje como Jair Bolsonaro, que ha mostrado poca tolerancia con las minorías y cuyas convicciones democráticas no están claras. O por qué un populista de izquierda como Andrés Manuel López Obrador fue elegido presidente en las últimas elecciones mexicanas.

Y si bien es cierto, en el Perú no tenemos personalidades caudillistas que hayan tenido protagonismo en los últimos procesos electorales a nivel nacional o en Lima, ni tampoco registramos una de las mediciones más peligrosas del Latinobarómetro, sí hay algunos números locales que vale le pena mirar con cuidado. Según el perfil ideológico 2018 de Pulso Perú, por ejemplo, el 44% de peruanos (el grupo más grande) tiene inclinaciones autoritarias. Una cifra que, si bien representa un punto menos en comparación con el estudio del 2017, es 13 puntos mayor que la de hace apenas cuatro años (cuando registraba el 31%).

En última instancia, habría que recordar que la muerte de la democracia en estos tiempos ya no ocurre de manera súbita. Ni empuñando subfusiles ni sacando los tanques a las calles para tomar la sede presidencial. Sino que esta empieza a languidecer por goteo y que –justamente– se alimenta del desencanto de los ciudadanos con ella, un desencanto que va mutando en adhesiones cada vez más fervorosas con liderazgos autoritarios y mesiánicos. Los síntomas ya han comenzado a manifestarse y vale la pena tomarlos en cuenta.