El presidente ruso, Vladimir Putin, anunció el último martes que su país se convirtió en el primero en autorizar una vacuna contra el COVID-19, que en Rusia ha contagiado a más de 900.000 personas. (Foto: EFE/EPA/ Alexei Nikolsky/Sputnik).
El presidente ruso, Vladimir Putin, anunció el último martes que su país se convirtió en el primero en autorizar una vacuna contra el COVID-19, que en Rusia ha contagiado a más de 900.000 personas. (Foto: EFE/EPA/ Alexei Nikolsky/Sputnik).
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Editorial El Comercio

El martes, en un acto transmitido por televisión, el presidente ruso, , anunció que su país se había convertido en el primero “segura” y “bastante eficaz” contra el , la enfermedad que ha contagiado a más de 21 millones de personas y que ha matado a casi 770.000 en todo el mundo. Según las autoridades rusas, a fines de mes la vacuna comenzará a suministrarse entre el personal médico del país, y se encuentran preparados para “la producción de más de 500 millones de dosis de vacunas por año”.

Como era de esperarse, el anuncio despertó posiciones que podrían ubicarse entre el ánimo y la suspicacia. En el primer grupo se encuentran algunas autoridades peruanas, como el gobernador regional de Arequipa, Elmer Cáceres, que aseguró haberle al mandatario ruso “para que nos pueda regalar o vender la vacuna”, o como (en Trujillo), Arturo Fernández, que envió una misiva a la embajada rusa en el Perú solicitándole varias dosis.

La realidad, sin embargo, es que, más allá de la reacción optimista de muchos, hay pocas razones para confiar en la palabra de Putin. De hecho, la evidencia sugiere lo contrario: ser cautos.

Como han reconocido los propios funcionarios rusos, su programa se saltó la fase tres de los ensayos clínicos (en donde la vacuna se prueba en miles de voluntarios), una etapa en la que se encuentran seis candidatas de vacunas contra el COVID-19 (incluyendo la más avanzada, de la Universidad de Oxford). Pero, además, los resultados de los ensayos preclínicos en laboratorio y de las fases 1 y 2 de los ensayos en decenas y cientos de personas, respectivamente, del prototipo ruso no se publicaron en ninguna revista científica y no pudieron ser revisados por otros expertos alrededor del mundo (algo que sí hicieron las otras candidatas). De hecho, la OMS y la Asociación de Organizaciones de Investigación Clínica de Rusia han mostrado cautela ante la vacuna, que, para más luces, fue bautizada como : una alusión al primer satélite que puso en órbita la hoy extinta Unión Soviética en 1957, durante la carrera espacial entre el bloque soviético y EE.UU. Da toda la impresión, en fin, de ser mera propaganda.

El problema con la vacuna rusa, sin embargo, no se limita solo a sus potenciales beneficiarios, sino que, como ha advertido , puede acabar espoleando al movimiento antivacunas al anunciar con pomposidad una solución que probablemente no lo es.

Pero el caso de la vacuna rusa es apenas uno más que ejemplifica el daño colosal que la política le puede hacer a la ciencia en momentos en los que esta afronta un desafío hercúleo. Después de todo, como se ha recordado, la labor científica es una de largo aliento, que requiere paciencia y que se erige sobre el principio de ensayo-error (la propia OMS, por ejemplo, ha ido cambiando muchas veces sus recomendaciones para evitar el contagio de COVID-19 en los últimos meses no por capricho, sino por los hallazgos que se han ido encontrando en el camino). Y es vital que la ciudadanía entienda esto. Porque, aunque no a la misma escala, tanto daño le hace Putin a la ciencia al anunciar una vacuna con fines más políticos que médicos como su homólogo estadounidense, Donald Trump, al sugerir –como hizo en mayo– que el coronavirus (al que suele llamar ‘virus chino’) pudo haber sido creado en un laboratorio en Wuhan, o como las autoridades peruanas que recomiendan efusivamente a los ciudadanos ingerir dióxido de cloro o comer carne de llama para contrarrestar el virus.

Quizá va siendo hora de que los ciudadanos comencemos también a vacunarnos contra el virus de aquella política que instrumentaliza a la ciencia para volverla propaganda, obtener réditos o golpear a los rivales. La ciencia que se politiza, al fin y al cabo, termina siendo cualquier cosa menos científica.