Editorial El Comercio

¿A cuántos muertos, heridos y establecimientos de propiedad pública o privada afectados ascenderá el daño ocasionado por las que ha desatado la cercanía del a las costa de nuestro país? La cifra exacta no la conoceremos seguramente hasta dentro de varias semanas, pero desde ya podemos decir que será abultada y excesiva.

Basta con decir que solo la semana pasada se registraron por las lluvias y los en el norte del país (en regiones como La Libertad, Piura y Lambayeque) y que ayer perdieron la vida en Áncash, a causa de un derrumbe provocado por las intensas precipitaciones en la provincia de Huaylas. Cuando sobreviene una tragedia derivada de un fenómeno natural como este, la gente tiende a considerar sus consecuencias como una fatalidad, como los estragos inevitables de una arremetida de la Providencia… Y, sin embargo, no es así.

Cuando nos encontramos ante trances de ese tipo, que ya hemos sufrido antes y sabíamos que se repetirían en cualquier momento, es evidente que hemos fallado. Es decir, que la desidia o la indolencia han conspirado contra la adopción de precauciones que habrían permitido mitigar el alto costo que hoy enfrentamos.

Pensemos, por ejemplo, en lo que sucede con los terremotos. Sabemos que estamos en una zona de , conocemos los episodios pavorosos que cíclica e históricamente han enlutado a la capital y a otros lugares del país desde siempre y somos perfectamente conscientes de que, tarde o temprano, volveremos a vivir la experiencia. Tal circunstancia, sin embargo, no nos mueve a prever y atenuar sus posibles estragos. Quizás en la esfera privada sí, pero en lo que concierne a nuestras autoridades –nacionales, regionales o locales– el diagnóstico es indisputable.

Cuando se precipita el desastre, hay una agitación y un despliegue de actividad con sentido de urgencia en esos tres niveles de gobierno. Pero luego los problemas de la burocracia, la incapacidad y hasta la molicie empiezan a ganar terreno hasta adormecer las iniciativas emprendidas, sumiendo a las comunidades golpeadas por un accidente natural en la impávida espera de su recurrencia.

¿Se ha preocupado alguna de esas autoridades por reubicar a la gente asentada en zonas de riesgo? ¿Se ha promovido una cultura de la prevención que contemple, por ejemplo, qué hacer ante la brusca aparición de unas precipitaciones como las que estamos viendo en estos días? ¿Ha asumido alguien la responsabilidad de decretar y vigilar la intangibilidad de las riberas de los ríos, de manera que se impida construir, arrojar basura o verter desagües en esos espacios? ¿Se han culminado las obras de la última o de cualquiera de las otras reconstrucciones que supuestamente debieron suceder a la ocurrencia de un evento de características similares al presente? ¿Se ha trabajado en los colegios para que los niños, millones de los cuales hoy por las lluvias en diferentes regiones del país, crezcan y se formen sobre la base de una cultura de la prevención que podría salvarles la vida?

La respuesta, ya se sabe, es negativa y reiterada. Y lo peor de todo es que, pasada esta emergencia, corremos el riesgo de volver al pasmo de siempre y a la resignación de considerar estos desastres como imponderables que nos han tocado en suerte por algún malhadado alineamiento estelar y frente a los cuales no queda sino apechugar y rogar que pasen rápido. ¿Es que a nadie se le ocurre que, al igual que la guerra, la lluvia avisada puede evitar la muerte de gente (y la incidencia de heridos y las propiedades dañadas)? Tal hipótesis luce verdaderamente improbable, por lo que solo cabe suponer que la otra opción –la de no prever nada y dejar que la tragedia se repita sin fin en el tiempo, para solo entonces reaccionar con regímenes de excepción y presupuestos aprobados contra las cuerdas– ofrece estímulos más poderosos.

Habrá que fiscalizar que las obras acometidas esta vez por quienes representan a los tres niveles de gobierno combinen apuro y probidad. Pero, sobre todo, demandar que esta sea la última ocasión en que la lluvia nos coge desprotegidos y sin saber qué hacer para evitar que nos lleve la corriente.

Editorial de El Comercio