Editorial: Lobby a oscuras
Editorial: Lobby a oscuras

El miedo a la oscuridad ha acompañado al hombre desde tiempos inmemoriales. Tememos a lo que desconocemos, a lo que puede permanecer agazapado y oculto a nuestros sentidos, aunque lo tengamos muy cerca. Este miedo, por supuesto, es comprensible.

Algo así sucede con la situación del en nuestro país. Según una encuesta reciente, casi el 90% peruanos vincula a la gestión de intereses con la corrupción. La percepción no es del todo injustificada y responde a la falta de transparencia que es moneda corriente en los intercambios entre el sector público y el sector privado. La opacidad de estos cabildeos levanta sospechas sobre el favor ilegítimo que podría permanecer oculto en una conversación a puertas cerradas.

El lobby, sin embargo, no es negativo en sí mismo. Permite a las autoridades y representantes en el aparato estatal conocer de primera mano las preocupaciones de los ciudadanos e instituciones que pueden ser afectados –para bien o para mal– por las decisiones del sector público. Así, el lobby no es una actividad exclusiva de las grandes corporaciones, sino que es usada por todo tipo de organizaciones para fines muchas veces legítimos. Cuando los frentes de defensa le exponen sus preocupaciones ambientales al alcalde provincial de turno, o cuando un grupo de vecinos expresa su preocupación a los regidores por cambios en la zonificación municipal, hay un lobby que está tomando lugar. Y es positivo que así sea.

Aparte de la falta de cultura institucional, los problemas de transparencia que enfrenta la gestión de intereses en el Perú tienen relación con dos tipos de regulación: una específica y una general. Respecto de la específica –y en reconocimiento implícito de la utilidad del lobby para la sociedad–, el Congreso aprobó en el 2003 la Ley de Gestión de Intereses. El objetivo de la norma era formalizar los acercamientos del sector privado al sector público y limitar las oportunidades de corrupción. 

No obstante, como en otras situaciones, la regulación del Estado consiguió el efecto opuesto al deseado. Según el contralor general , la ley tiene varias deficiencias y “obliga a los lobbistas a llenar una serie de documentos que no están claros”. Así, cada reunión debe estar consignada en tres actas y un informe escrito con carácter de declaración jurada. Para el contralor, el exceso de papelería dificulta la formalización. 

Quizá sea por eso que, pese a la popularidad de la actividad, a abril de este año en el listado del solo aparezcan cinco personas autorizadas para ejercer lobby de manera profesional y una entidad. Es decir, y tal como sucede en campos como el laboral, el excesivo celo del sector público por controlar las interacciones formales con los privados terminó por empujar a los involucrados a la mucho más oscura informalidad.

En cuanto a la regulación general, el exceso de controles, las demoras y las trabas burocráticas del aparato estatal explican también buena parte del cabildeo que se realiza. Por ejemplo, en un reciente y sonado caso de lobby empresarial que involucró al Ministerio de Agricultura, a la Autoridad Nacional del Agua (ANA) y a una empresa eléctrica, la gestión de intereses ante el ministro correspondiente tenía como objetivo que este ratificara el silencio administrativo positivo que le correspondía legítimamente a la empresa tras cinco meses de cumplido el plazo de respuesta de la ANA. Casos como el presentado no son inusuales en el sector público. 

Por supuesto, esto no quiere decir que todas las gestiones de intereses privados sean honestas. No es casualidad que el Perú aparezca en el puesto 106 de 140 naciones evaluadas por el Foro Económico Mundial en cuanto al comportamiento ético de su sector privado, ni que el mercantilismo siga enquistado en varias esferas de poder. 

Sin embargo, el camino para evitar el aprovechamiento indebido del puesto público para favorecer otros intereses no es vilipendiar y sobrerregular el lobby, sino crear los incentivos para hacer su fiscalización más simple y efectiva. Solo así se impedirá que los inescrupulosos continúen gestionando al amparo de la opacidad y del anonimato. Parafraseando a Platón, es comprensible el miedo de algunos a la oscuridad, pero la verdadera tragedia debería ser para aquellos hombres que temen que sus acciones sean expuestas a la luz.