Editorial El Comercio

Reiteradamente hemos sostenido que en nuestro país los bloqueos de caminos no pueden ser normalizados como mecanismos de protesta, por más legítima que esta pueda llegar a ser o por más loables que sean los fines por los que esta asegure luchar. Ello, porque terminan afectando a todos aquellos que libremente deciden no tomar parte en esta y, sin embargo, casi siempre son los que acaban pagando las consecuencias por las acciones de unos cuantos que, además, consiguen salir librados de polvo y paja.

En casos extremos, esta forma de manifestación puede cobrarse la vida de una persona (ayer, por ejemplo, un bebe de un año al que no pudo llegar por culpa del bloqueo de una carretera en el distrito cusqueño de Oropesa), pero también condenar a una población entera a la carestía y al sufrimiento, como viene ocurriendo con .

Como describió nuestro corresponsal en la región, , dos días atrás, . Cuatro hogares de niños y uno de adultos mayores no cuentan con alimentos ni con gas para preparar sus comidas. Lo mismo ocurre en el hospital Santa Rosa de Puerto Maldonado, la capital, donde las 250 raciones diarias que preparaban para pacientes y trabajadores se han reducido a 100. En tiendas y mercados de la zona no se ven ya frutas y verduras provenientes de la costa y la sierra, y las que se venden lo hacen a precios exorbitantes.

Los grifos de Puerto Maldonado no tienen combustible y las imágenes de cientos de ciudadanos haciendo largas colas para ver si pueden acceder a un poco de gasolina se han vuelto frecuentes. En el ya mencionado hospital Santa Rosa, solo una ambulancia está operativa porque las otras se han quedado sin combustible. Lo mismo ha ocurrido con los generadores de electricidad, por lo que un apagón condenaría a los pacientes del nosocomio, especialmente a los de cuidados intensivos, a quedarse sin la atención que necesitan. El agua ha entrado a etapa de racionamiento, con cortes entre la medianoche y las 4 a.m.

No solo se trata del desabastecimiento, sino de toda una economía que se cae a pedazos desde distintos flancos. Según el reporte de Calloquispe, una treintena de galpones se han quedado sin alimentos para sus pollos, lo que pone al borde del colapso a una actividad económica que emplea directa e indirectamente a unas 3.500 personas. Lo mismo ocurre en las piscigranjas. El sector forestal y el agrícola y en el turismo se han cancelado las reservas hasta abril.

Todo esto producto del bloqueo de un tramo de la carretera Interoceánica que ha desconectado a Madre de Dios del resto del país desde hace más de 20 días. Esta no es una protesta, no importa cuántas veces sus impulsores quieran contrabandearla como tal; se trata de un acto criminal que debe sancionarse con las herramientas que la ley les provee a nuestras autoridades y un intento de chantaje inaceptable que le está haciendo pagar a los madrediosenses los platos rotos por el empecinamiento de unos cuantos.

Por supuesto, quienes están detrás de estos bloqueos no ignoran el padecimiento que causan. Lo hacen a sabiendas de sus consecuencias. Como , cortar una vía, destruir un aeropuerto o atacar un terminal terrestre constituyen intentos desembozados por aislar a una determinada parte del territorio a fin de asfixiarla económicamente y forzarla a plegarse a sus reclamos. Un accionar que algunos llaman ‘lucha social’, pero que nosotros consideramos que tiene un nombre mucho más apropiado: extorsión.

Nadie debería tener el derecho de causarle sufrimiento a otro solo porque busca impulsar sus demandas malinterpretando arteramente el concepto de ‘protesta’. En el Perú, lamentablemente, nos hemos acostumbrado a tolerar los bloqueos de vías y otras formas de grave afectación de los derechos de terceros como mecanismos válidos en las manifestaciones. El sufrimiento de Madre de Dios, sin embargo, nos recuerda que esto tiene que parar.

Editorial de El Comercio