"Si la evidencia final termina apuntando hacia donde parece apuntar hoy, una admisión de responsabilidad de Repsol no limpiará el océano, pero por lo menos facilitará el procesamiento social que un suceso de esta naturaleza demanda". (Foto: Reuters)
"Si la evidencia final termina apuntando hacia donde parece apuntar hoy, una admisión de responsabilidad de Repsol no limpiará el océano, pero por lo menos facilitará el procesamiento social que un suceso de esta naturaleza demanda". (Foto: Reuters)
Editorial El Comercio

Previsiblemente, ninguna institución ha querido asumir mayor responsabilidad en el desastre ecológico causado por el de aproximadamente 6.000 barriles de en el de Ventanilla el sábado pasado. Los dedos acusatorios apuntan de un lado a otro: por ejemplo, hacia la falta de preparación y control de instituciones como el Ministerio del Ambiente y el (este último aún descabezado), o la decisión del Centro Nacional de Alerta de Tsunamis de la Marina de no emitir una alerta luego de la erupción volcánica en Tonga. Con lo que se conoce a la fecha, sin embargo, la principal responsable sería la empresa .

Es inconcebible que una operación del nivel de la refinería La Pampilla, manejada por la trasnacional española, sea incapaz de diferenciar un pequeño derrame de 0,16 barriles en 2,5 metros cuadrados de área marina, como inicialmente reportó la empresa, de un desastre ecológico 37.500 veces mayor, como efectivamente sucedió. Si no se quiere asumir dolo en esta información errada, por lo menos revelaría un desconocimiento mayúsculo sobre los aspectos más elementales de su negocio.

Más aún, la posición de Repsol –que insiste en negar responsabilidad debido a que, según ellos, el oleaje anómalo por la erupción del volcán submarino fue el causante del accidente– ha sido seriamente debilitada. Como informó este Diario ayer, veleristas que estaban relativamente cerca de la embarcación causante del derrame niegan que el mar haya estado agitado. De hecho, todo lo contrario: la calma al momento del vertimiento de crudo era tal que la competencia de vela a la que asistían ese día debió ser suspendida por falta de vientos.

Quizá lo más grave es que la capacidad de respuesta ambiental de Repsol y su sentido de urgencia ante el derrame han sido tremendamente deficientes. Al no comunicar oportunamente lo ocurrido, ni tener a disposición la posibilidad de ejecutar un plan de contingencia efectivo, la mancha de crudo tomó dimensiones que son ya muy difíciles de manejar. Según el OEFA, la zona afectada es de 1,74 millones de metros cuadrados e impacta a 21 playas y tres áreas protegidas: la Zona Reservada Ancón, la Reserva Nacional Sistema de Islas, Islotes y Puntas Guaneras y la Zona Reservada Lomas de Ancón. El Gobierno ha declarado en emergencia la zona marina costera por 90 días para atender el problema, pero se perdieron momentos cruciales al inicio. Según expertos, debido a la falta de celeridad para controlar la expansión de la marea negra, una limpieza que podría haber tomado unos meses ahora será cuestión de años.

En lo inmediato, la remediación del daño ambiental es la prioridad absoluta. Sector público y privado, junto con la sociedad civil organizada, deben maximizar esfuerzos durante estos días claves. Al mismo tiempo, si la evidencia final termina apuntando hacia donde parece apuntar hoy, una admisión de responsabilidad de Repsol no limpiará el océano, pero por lo menos facilitará el procesamiento social que un suceso de esta naturaleza demanda. La mancha está sobre el mar, pero también sobre la imagen de la actividad extractiva en particular y de la actividad privada en general. La pésima reacción de Repsol ha alimentado las voces de quienes se oponen regularmente a la libre iniciativa privada por sesgos ideológicos. Esa mancha podría tardar aún más tiempo en sanar si la empresa no empieza por asumir las responsabilidades del caso.