Editorial: El fin antes que el medio
Editorial: El fin antes que el medio

El último miércoles, con el voto favorable de 61 senadores, llegó a su fin el ‘impeachment’ brasileño con la destitución de Dilma Rousseff de la presidencia. Este proceso que duró más de tres meses desde que Rousseff fuera suspendida del cargo y asumiera interinamente el entonces vicepresidente –y hoy presidente hasta el término del mandato en el 2018– Michel Temer, tuvo lugar en medio de uno de los períodos de mayor inestabilidad política, económica y social que ha vivido el vecino del oriente.

En el 2015, la economía de Brasil se contrajo en 3,8%, su mayor caída en los últimos 25 años y el segundo peor desempeño económico de toda América Latina. Esto sumado a la mayor tasa de desempleo de los últimos 10 años, la mayor tasa de inflación de los últimos 13 años, la devaluación de la moneda y la desconfianza empresarial constituyen parte del legado de Dilma Rousseff.

Pero la desaprobación de la primera mujer presidenta de Brasil (71% según reportó ayer Ipsos) no se origina únicamente en su pésimo manejo económico –cuyas raíces, en gran medida, se pueden hallar en las políticas intervencionistas y el “capitalismo de Estado” que acompañaron al Partido de los Trabajadores (PT) desde que llegó al gobierno con Lula Da Silva–, sino también en la percepción generalizada de corrupción que salpica a su administración y a casi toda la clase política del país.

Como se sabe, la investigación del Caso Lava Jato –el mayor escándalo de corrupción de la historia de Brasil– ha involucrado a decenas de altos funcionarios, políticos y directivos de importantes empresas constructoras, en un esquema que permitió que estas últimas obtuvieran ganancias ilícitas y millonarias provenientes de la empresa estatal Petrobras. Todo ello gracias a las obras de infraestructura sobrevaloradas y repartidas entre las constructoras, a cambio de sobornos y financiamientos políticos, en los que los miembros del PT desempeñaron un rol protagónico.

A pesar de no haber sido acusada directamente por corrupción, Rousseff se ha visto envuelta en el escándalo no solo por su pertenencia al PT, sino también por intentar proteger a su predecesor y padrino político, Lula Da Silva; en particular, cuando lo nombró ministro de la Casa Civil, luego de que el ex presidente fuera incluido en las investigaciones, con el único y bochornoso fin de blindarlo con inmunidad y evitar, así, su arresto.

Como se aprecia, Dilma Rousseff está muy lejos de la santidad, pero sus pecados no condonan el camino escogido por sus detractores en el Legislativo brasileño. A diferencia de lo que ocurre en la aritmética, en este caso, dos negativos no hacen un positivo. 

De hecho, el juicio político a Dilma Rousseff no tuvo nada que ver con la corrupción ni la paupérrima situación económica del país. Al menos, no formalmente. De lo que se acusó a la ex mandataria fue de una presunta violación de normas fiscales, con énfasis en la palabra ‘presunta’, pues dicha infracción no ha sido probada. Más aun, como varios analistas brasileños han advertido, la práctica imputada de conseguir el préstamo de bancos estatales para maquillar el déficit fiscal (la llamada ‘pedalada’) no era ajena a las administraciones anteriores, y nunca antes se había considerado como merecedora del ‘impeachment’. Lo que hace pensar que el fin (la destitución) ya estaba definido y solo faltaba el medio (la justificación). 

Que el proceso llevado a cabo haya estado dentro de las fronteras legales y constitucionales del ordenamiento brasileño no lo justifica ni exime de reproche. Pues el ejercicio excesivo de esta prerrogativa desnaturaliza la figura misma del juicio político –que, por la severidad de sus consecuencias, debiera estar reservado para casos realmente graves– y flaco favor hace a la estabilidad democrática del gigante de Sudamérica que, en menos de 30 años, ha presenciado la destitución de dos de sus cuatro presidentes electos. Aunque es de esperar que la situación política y económica de Brasil mejore, ello no se debiera lograr a costa de la institucionalidad y el respeto a la voluntad popular puesta de manifiesto en elecciones democráticas, con prescindencia del color partidario que resultare ganador en ellas.