108 mil viviendas quedaron destruidas e inundadas debido a las devastadoras lluvias que se dieron desde el 6 de diciembre de 1997. (Foto: Archivo histórico El Comercio)
108 mil viviendas quedaron destruidas e inundadas debido a las devastadoras lluvias que se dieron desde el 6 de diciembre de 1997. (Foto: Archivo histórico El Comercio)
Editorial El Comercio

Hay eventos cíclicos inexorables. Ciertos fenómenos climáticos, como El Niño (FEN) –que visita la costa peruana cada determinada cantidad de años– son un buen ejemplo de inevitabilidad y certeza. Si bien no se sabe con precisión cuándo será el siguiente FEN de grandes proporciones, sí se sabe que necesariamente vendrá.

Vinculado a los anteriores, hay también un fenómeno cíclico aun más predecible: la falta de prevención para responder a las mismas emergencias que atacan con regularidad. Cada año se destina una cantidad considerable de recursos a obras de prevención, y cada año buena parte del monto es usado de forma ineficiente o simplemente no se ejecuta.

El año pasado, el presupuesto para la reducción de la vulnerabilidad y atención de emergencias por desastres fue S/2.600 millones, de los cuales se ejecutaron apenas dos tercios, según el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF). Hasta finales del 2018, del gasto para la reconstrucción del norte –que incluye inversión de prevención– a dos años del FEN solo había obras concluidas por el 5% del presupuesto total, en tanto que, entre inversión terminada, en ejecución, o en convocatoria, se había comprometido apenas el 20%.

No es solo que buena parte del presupuesto se queda sin gastar, sino que la prevención no suele formar parte del plan municipal. De acuerdo con un informe publicado en este Diario ayer, solo el 14% de municipalidades provinciales y el 2% de las distritales tienen un plan para prevenir y reducir riesgos. Incluso aspectos mínimos y básicos que no requieren demasiado presupuesto, como un ordenamiento territorial que impida la emisión de certificados de ocupación en zonas de peligro, están ausentes. El Centro Nacional de Estimación, Prevención y Reducción del Riesgo de Desastres (Cenepred) calcula que 1.258 distritos –de aproximadamente 1.850– tienen un riesgo entre “alto” y “muy alto” durante temporada de lluvias.

La desidia con que se trata la cultura de prevención a nivel político tiene quizá raíz en los mismos, predecibles, ciclos electorales. Autoridades nacionales, regionales y locales, a cargo de diseñar e implementar las acciones preventivas, pueden encontrar más réditos políticos en una obra visible de uso diario –como caminos o remodelaciones urbanas– que en obras que posiblemente no sean necesarias durante su período en el cargo, si el desastre natural no ocurre en los siguientes cuatro o cinco años. El enorme costo político y económico de la reparación cuando ocurra lo previsible (se estima que cada sol invertido en prevención evita el gasto de 10 soles en reconstrucción) lo asumirá, después de todo, alguien más. La prohibición de la reelección regional y municipal solo ha agravado este desincentivo en la cultura de prevención nacional, y hoy equipos debutantes en gestión pública asumen retos para los que pueden todavía no estar preparados.

¿Por dónde empezar a cerrar estas brechas? La respuesta no es fácil, pero un componente clave es trasparentar y asignar claramente las responsabilidades dentro del aparato público. Ante un desastre que ocasiona cuantiosos daños, hoy la culpa se intenta diluir entre diferentes niveles de gobierno (nacional, regional, provincial y distrital) e instituciones públicas específicas (Indeci, Autoridad para la Reconstrucción, Autoridad Nacional del Agua, el Sistema Nacional de Gestión del Riesgo de Desastres, etc.). El resultado es un sistema disfuncional donde todos tienen tareas, pero ninguno responsabilidad. La historia es tan conocida, predecible y regular como los desastres que intentan mitigar.