Verónika Mendoza dijo esperar que las manifestaciones logren que el titular del Ministerio Público deje su cargo y se allane a las investigaciones en su contra. (Foto: Agencia Andina / Video: Canal N)
Verónika Mendoza dijo esperar que las manifestaciones logren que el titular del Ministerio Público deje su cargo y se allane a las investigaciones en su contra. (Foto: Agencia Andina / Video: Canal N)
Editorial El Comercio

Con ocasión del Día del Trabajo, celebrado el pasado 1 de mayo, la ex candidata presidencial del Frente Amplio y actual lideresa del movimiento Nuevo Perú, Verónika Mendoza, divulgó a través de su cuenta de Twitter una proclama que da una idea precisa de cuáles son los sectores de la denominada ‘clase trabajadora’ a los que aspira representar. “Como cada #1Mayo estamos en las calles para decirle[s] al gobierno y a la CONFIEP que no vamos a permitir que nos quiten los pocos #DerechosLaborales que tanto les costó ganar a los #Trabajadores”, anunciaba ella en su mensaje. Para luego rematar la declaración con la arenga: “¡No somos mercancía ni mano de obra barata, queremos trabajo digno!”.

Con ello, la señora Mendoza se ubicó dentro de una tradición tan antigua como descaminada de la izquierda peruana: la de sostener discursivamente que expresa los intereses de las grandes mayorías que sufren alguna forma de marginación, mientras en la práctica defiende los privilegios de una clamorosa minoría.

Según datos del INEI, efectivamente, en nuestro país el 73% de la fuerza laboral –más de 12 millones de trabajadores, a setiembre del año pasado– es informal. Es decir, no está en planilla legal alguna y no goza de ningún derecho laboral (seguro de salud, CTS, vacaciones, utilidades, etc.) ni de la protección casi absoluta contra el despido de la que disponen los trabajadores formales.

Contra lo que postula cierta demagogia facilista, esto no ocurre a consecuencia de una especie de maldad innata de los potenciales empleadores. En la esfera que nos ocupa, los actos de esas personas, como los de todos los individuos, responden a una lógica económica. Y en este caso, esa lógica indica que es menos perjudicial enfrentar los costos de contar con mano de obra informal –clandestinidad forzosa que limita severamente las posibilidades de crecimiento de cualquier empresa, permanentes riesgos de sanción y clausura, entre otros– que asumir los de cumplir con la legislación laboral vigente.

Tal estimación, además, se ve refrendada por mediciones comparativas a nivel mundial sobre la materia. Concretamente, de acuerdo con el reporte sobre la competitividad global que hace cada año el Foro Económico Mundial, de entre 140 países medidos, el nuestro ocupó en el 2018 el puesto número 128 en lo que a rigidez laboral se refiere. Esto quiere decir que solo en 12 países del orbe es más difícil –léase costoso– contratar y despedir trabajadores que en el Perú.

Como es obvio, la fórmula para estimular una mayor formalización de la fuerza de trabajo en el territorio nacional debería consistir en una flexibilización de nuestra legislación laboral. Pero es a medidas de esa naturaleza que históricamente la izquierda (con la inclusión ahora de Verónika Mendoza) y otros colectivos políticos de vocación populista se han opuesto, condenando a una mayoría de peruanos a la imposibilidad de acceder a la formalidad y al “trabajo digno” (esto es, con los derechos que resulten económicamente razonables) que tanto mencionan en sus proclamas.

En la realidad, pues, prefieren ‘defender’ los muchos derechos para pocos, que los pocos derechos para muchos.

La paradoja, por cierto, tiene una explicación que no se agota en el precario dominio de los principios de la economía que existe habitualmente entre quienes se ubican en ese lado del espectro ideológico. Sucede también que, en la medida en que la minoría de trabajadores formales está organizada en sindicatos o gremios y la mayoría informal no, la posibilidad de contar con el respaldo de un bolsón cohesionado de electores hace más atractivo para quienes postulan a algún cargo representar a los primeros que a los segundos.

Se trata, desde luego, de una opción política legítima. Batirse por los privilegios de una minoría es, después de todo, el comportamiento que hemos observado casi sin excepción de parte de los movimientos de todo signo ideológico a lo largo de nuestra historia. Pero tengámoslo por lo menos en mente para que en el futuro no pretendan seguir contándonos que las causas que persigue su acción política son las de las “masas empobrecidas” o cosa por el estilo.