(Foto: Archivo)
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Editorial El Comercio

El Perú guarda riqueza inconmensurable enterrada en sus entrañas. Puesta en valor y aprovechada correctamente, la dotación mineral del país tiene el potencial de sacar a millones de peruanos de la pobreza, dinamizar la producción nacional a niveles asiáticos, financiar los servicios públicos básicos y, de paso, diversificar la economía con los excedentes. Además, a diferencia del pasado, la gran moderna de hoy es compatible con la preservación del medio ambiente, el uso responsable del agua y con el respeto por la agricultura y las formas de vida tradicionales de los lugares donde opera.

A pesar de todo ello, el Perú parece incapaz de aprovechar su recurso natural más valioso. El país lleva décadas en un entrampamiento que enfrenta, de un lado, a comunidades escépticas de la inocuidad y los beneficios de la minería, y, del otro, a empresas que no logran ejecutar sus proyectos más emblemáticos. Y, en el medio, un ausente, del que no se ha oído en zonas rurales cuando se trata de caminos, agua, educación o salud, que no se ha ganado la confianza de su población, y que se hace presente solo cuando el conflicto entre ambas partes ha estallado.

Han sido sin duda muchos los errores que nos han llevado hasta aquí, y cada proyecto frustrado o por frustrarse tiene su propia senda de desencuentros. Pero la recurrencia de estos eventos habla de un sistema de inversión minera disfuncional, y viene siendo tiempo de que así lo reconozcamos.

Lo que el país requiere es un nuevo contrato social minero. Si la responsabilidad del actual atollo es compartida, la estrategia de solución también debe serlo. Desde el lado de las empresas hay mucho por hacer. La ausencia del Estado no se va a solucionar en el corto plazo, por lo que dependerá de ellas mismas ganarse la confianza de la población y evitar así que discursos radicales calen entre expectativas insatisfechas.

Un camino es recuperar el vínculo directo entre las rentas mineras y la inversión en programas o infraestructura para las comunidades cercanas. Esquemas como el del óbolo minero, planteado en el 2006, ayudaban a legitimar las operaciones en la zona de influencia –ya que las empresas mismas aportaban un porcentaje de sus utilidades para luego ejecutar proyectos sociales en esta–, pero al ser reemplazado por una nueva estructura tributaria en el 2011 se perdió esta conexión.

La desconfianza, además, pasa sobre todo por el aspecto ambiental. En ausencia de instituciones públicas con suficiente influencia en la población, las credenciales ambientales de las empresas no pueden depender únicamente de cumplir con su EIA. Mecanismos de monitoreo participativo y de comunicación permanente, que respeten las preocupaciones locales, son indispensables. Fondos de compensación ambiental para resarcir inmediatamente cualquier daño ocasionado –alimentados por toda la industria y muy aparte de la sanción que corresponda a la empresa individual– pueden también contribuir al clima de colaboración y seguridad mutua.

Para las mineras, las expectativas de progreso económico en la zona de influencia tampoco pueden dejarse a la inercia del “chorreo” que, aunque real, podría ser insuficiente y lento. El desarrollo de cadenas productivas locales es un esfuerzo al que deben abocarse las empresas, pues no hay mejor aliado local para la minería que alguien que entiende que su futuro económico depende de ella.

Desde el sector público la tarea es también titánica, pues el privado no puede ni debe reemplazar la función gubernamental. En general, son tres los ejes sobre los que el que Estado debe construir: desarrollo social, Estado de derecho y confianza. El primero para perfilar la labor del gobierno hacia medidas que realmente tengan impacto en la calidad de vida de la población. No se debe esperar, por ejemplo, a que la construcción de un proyecto minero ya esté en marcha para comenzar a invertir en su zona de influencia, sino anticiparse. Si bien ha habido esfuerzos en este camino, estos han sido insuficientes.

El segundo para usar las herramientas legales a disposición con el fin de defender los derechos de terceros, y del propio Estado, frente a acciones ilegales (bloqueo de carreteras, destrucción de propiedad, coacción y violencia) que regularmente pasan sin sanción. Y el tercero, la confianza, para legitimar ante el país el nuevo contrato social minero.

Pues finalmente, en cierto sentido, el área de influencia de la minería no se limita a la zona en la que opera y sus inmediaciones, sino que afecta a todo el país. Visto así, este nuevo acuerdo social debe ser suficientemente convincente para dejar sin piso a la narrativa nacional que construye oposición infundada a los proyectos mineros desde las ciudades.

Dicho esto, el ambiente en el que el actual gobierno ha planteado una nueva ley de minería –que podría ser el soporte legal de todo lo mencionado– está lejos de ser el ideal. La propuesta al aire del presidente , lanzada en su discurso de 28 de julio, se siente más como un recurso improvisado que como fruto de una meditación seria sobre el entrampamiento general en el que está el sector.

Un país que no puede parar merece también una pausa para reflexionar sobre sus errores. Un nuevo contrato social minero, basado en el respeto mutuo, la confianza y el beneficio compartido, se cae ya de maduro.