Editorial: La olla o la sartén
Editorial: La olla o la sartén
Redacción EC

Hace unos días, el Ejecutivo presentó un proyecto de ley para crear una superintendencia nacional de educación superior universitaria. Según el , esta propuesta trataría de complementar el proyecto de ley que aprobó la para buscar un “justo medio” entre los “extremos absurdos” de “la autorregulación” y el de “una regulación que limite la innovación, la creatividad y la inversión”. El congresista (presidente de la Comisión de Educación y principal impulsor del proyecto elaborado en el seno de esta última), sin embargo, no recibió con alegría esta iniciativa. Principalmente, porque propone formar y elegir al consejo directivo de la superintendencia de una manera distinta a la que plantea el proyecto que él elaboró.

Ahora, lo cierto es que –detalles aparte– ambas propuestas coinciden en lo que este Diario considera un error desde que empezó el debate de la nueva : que una burocracia (más allá de por quiénes esté formada) debe decidir en nombre de los ciudadanos cuáles deben ser las características de los programas educativos. Ambas iniciativas de ley proponen que la superintendencia decida quién puede abrir una universidad, qué infraestructura y soporte tecnológico debe tener, con qué porcentaje de profesores a tiempo completo debe contar, cuál debe ser el presupuesto para la investigación, cuáles serán las características de sus planes educativos, entre otros requisitos de operación mínimos. En otras palabras, de aprobarse cualquiera de los proyectos, los ciudadanos estarían prohibidos de elegir un tipo de educación distinta a la que escojan en su nombre los iluminados funcionarios de esta superintendencia. 

La propuesta del Ejecutivo (aunque es menos intrusiva), en buena cuenta, tropieza con la misma enorme piedra que la del Legislativo. Y, por ello, en el fondo no supone una gran mejora de la misma. 

¿Por qué una burocracia debería tener el poder de prohibir a los ciudadanos que accedan a un tipo de educación que consideren conveniente para ellos? ¿Qué sucede con el derecho de los adultos libres y responsables de elegir qué hacer con sus vidas y qué es mejor para su futuro? ¿O es que el Estado está ahí para tratarlos como infantes que no pueden decidir por sí solos?

Sobre este tema, la preocupación del ministro Saavedra es que las personas –por más adultas que sean– no estarían en su opinión bien informadas para decidir. Él ha señalado que “los estudiantes confían cinco años en una universidad y [...] recién se enteran si tomaron o no una buena decisión años después”. Pero eso no es exacto. Uno puede saber de antemano si estudiar una carrera en una determinada universidad es una buena decisión examinando la tasa de empleabilidad y el salario promedio de sus egresados. Por eso, lo que debería buscar una reforma universitaria es hacer transparente y pública esa información para que las personas elijan bien, en vez de decidir en su nombre. Asimismo, podría fomentar que las universidades se acrediten ante entidades independientes internacionales (y no ante un organismo nacional que sufra de conflictos de interés) que certifiquen los estándares que las mismas cumplen, para que los estudiantes tengan más claro la calidad educativa de cada institución.

En buena cuenta, se podría optar por poner a disposición de las personas más información para empoderarlas, para que escojan mejor. Pero, en vez de optar por este camino, las propuestas del Ejecutivo y del Legislativo prefieren empoderar a una burocracia cuyos miembros supuestamente sabrán mejor que los ciudadanos qué les conviene. Y hace esto, además, sin tener en cuenta que ya otras burocracias definen las características de la educación escolar y superior técnica con resultados desastrosos. En el primer caso, colocándonos en la cola de las evaluaciones internacionales. En el segundo, creando un sistema que hace que demore años crear nuevas carreras o ajustar las existentes a las demandas del mercado y que pone numerosas y absurdas trabas para la inversión en este sector.

Aún no queda claro si prevalecerá en el pleno la propuesta del Ejecutivo o la de la Comisión de Educación. Lo único claro es que, si esas son las únicas opciones existentes, la elección será entre la olla y la sartén.