Editorial: Por la paz de la polis
Editorial: Por la paz de la polis

Para el filósofo griego Aristóteles, la política era la ciencia práctica que se ocupaba de las acciones nobles o la felicidad de los ciudadanos en una comunidad, en una ‘polis’. A lo largo de casi 2.400 años, sin embargo, la palabra ‘política’ ha sumado muchos otros sentidos; y la experiencia enseña que siempre es conveniente delimitar a cuál de ellos uno se está refiriendo al echar mano de ella.

En boca de quienes ejercen el poder o aspiran a él en nuestro país, por ejemplo, el término en cuestión suele tener una connotación negativa; sobre todo cuando forma parte de la reacción a una acusación o siquiera una investigación. Hace unos días, sin ir muy lejos, el ex presidente Alejandro Toledo aseveró que la denuncia en su contra por presunto lavado de activos en el contexto del Caso Ecoteva tiene “una alta motivación política de quienes no nos perdonan haber movilizado al Perú para recuperar la democracia”.

A ese mismo sentido parece aludir el abogado de la primera dama, Eduardo Roy Gates, cuando declara que la comisión encargada de investigar los nexos que le permitieron a Martín Belaunde Lossio hacer contrataciones con el Estado es ‘política’ y por eso cita a su representada, y acaba cambiándole el estatus de ‘invitada’ a ‘investigada’. Y a eso se referían también, por último, los voceros del Partido Aprista Peruano cuando calificaban el trabajo de la megacomisión que investigó el segundo gobierno de Alan García de ‘político’ y orquestado desde Palacio para sacar de la competencia del 2016 al ex presidente y promover la ‘reelección conyugal’.

En todos esos casos, es claro que la palabra que nos ocupa es prácticamente utilizada como un sinónimo de ‘electoral’. Lo que se sugiere a través de ella es que determinada pesquisa tiene por objeto afectar las posibilidades de alguien de ser elegido para un cargo público y beneficiar así a sus competidores. Y, a decir verdad, en ciertas ocasiones, los grupos de trabajo parlamentario dedicados a la investigación de asuntos vinculados a potenciales candidatos parecen dar la razón a quienes argumentan así.

Cuando aparece, por ejemplo, el ex presidente de la megacomisión Sergio Tejada en un spot del colectivo Merecemos Más y dice: “Yo no quiero un presidente que indulte narcotraficantes”, es inevitable pensar que, a pesar de expresar una aspiración compartida por una enorme mayoría de peruanos, está dándole al mismo tiempo una utilización de propaganda o contrapropaganda electoral a la investigación que encabezó. ¿Cómo rebatir entonces a los que trataban de desvirtuarla con el cargo de que era ‘política’? ¿No habría sido mejor que fuese cualquier otro representante del mismo colectivo y no precisamente él quien utilizara el ejemplo de los ‘narcoindultos’ –uno de los descubrimientos fundamentales de esa comisión– para promover su causa? 

Casos como ese, no obstante, no bastan para desdeñar la razón de ser de las investigaciones parlamentarias, que son ciertamente políticas, pero en otro sentido, cercano más bien al que señalaba Aristóteles.

La gente olvida a veces que las investigaciones del Legislativo no tienen un carácter penal. Que buscan, más bien, esclarecer hechos que pueden inquietar a la ciudadanía y devolverle en esa medida la paz. De las pesquisas de una comisión congresal puede derivarse en ocasiones alguna sanción, pero de eso se encargará el Poder Judicial, si es que la fiscalía antes ha encontrado mérito en las conclusiones de la referida comisión como para hacer una acusación.

Casos como el del irregular resguardo policial a la casa de Óscar López Meneses o el de la posible utilización de la influencia de Palacio en los negocios de Martín Belaunde Lossio no necesariamente entrañan un delito, pero causan turbación en la ciudadanía, que se pregunta qué ocurrió y puede temer que el poder central intercepte la develación de los hechos en la investigación fiscal (como, en efecto, se ha temido por lo menos en el segundo de ellos).

La intervención del Parlamento –sobre el que la ciudadanía tiene una capacidad de supervisión mucho mayor que sobre el Ministerio Público o el Poder Judicial–  tiene sentido, entonces, para neutralizar ese eventual temor. No para traer quizás la felicidad –tal como la entendemos ahora– a la ‘polis’, pero sí por lo menos la tranquilidad. Y ese es un alto cometido político, que no debe ser desvirtuado por los que solo conocen la acepción más vulgar de la palabra.