El ex secretario general de las Naciones Unidas Javier Pérez de Cuéllar falleció este miércoles, a los 100 años, en Lima. (Foto: Perú21).
El ex secretario general de las Naciones Unidas Javier Pérez de Cuéllar falleció este miércoles, a los 100 años, en Lima. (Foto: Perú21).
Editorial El Comercio

El embajador Javier Pérez de Cuéllar a los 100 años, tras una vida tan larga como fructífera de la que no solo los peruanos nos beneficiamos. Seguramente la circunstancia por la que más será recordado en el futuro es su paso por la Secretaría General de las Naciones Unidas: una función para la que fue elegido en 1981 y reelegido en 1986, y desde la que para atenuar la tensión en el Golfo Pérsico y para lograr un acuerdo entre el Gobierno y los grupos en armas en El Salvador.

Pero aunque aquello fue sin duda el punto más alto de una carrera diplomática de la que todos sus compatriotas nos enorgullecemos, desde una perspectiva estrictamente local, su contribución más importante quizás haya estado en otro terreno. Nos referimos, desde luego, al de la política, en el que Pérez de Cuéllar incursionó en momentos decisivos para nuestra democracia.

Dar ese salto no ha de haber sido una decisión fácil para él. La diplomacia y la política generalmente se entienden como espacios contrapuestos, pues mientras en uno prevalece la negociación y la búsqueda de logros a través de mecanismos en los que predominan la paciencia y la tolerancia, en el otro se imponen con frecuencia las formas hostiles y la prosecución de objetivos distintos a los que se declara en público. De hecho, él mismo fue víctima de esa deleznable dinámica cuando, al principio del segundo belaundismo, el Senado lo baloteó y le impidió convertirse en el embajador del Perú en Brasil: una mezquindad de la que fue largamente reivindicado por la elección, casi inmediata, para el cargo más alto en las Naciones Unidas.

Aun así, en 1995 estuvo dispuesto a postular a la presidencia contra Alberto Fujimori, en una competencia que se anunciaba desigual por el manejo que tenía el entonces presidente de los recursos y el aparato coercitivo del Estado, como consecuencia del régimen establecido tras el autogolpe de 1992. Las posibilidades de ganar eran remotas, pero se diría que el embajador participó en los comicios sobre todo para demostrar que, incluso en esa hora de popularidad del autoritarismo, existía en el país una reserva democrática. El 21% que obtuvo en las urnas fue la indicación de que había una importante porción de la ciudadanía que pensaba todavía que la institucionalidad, el equilibrio de poderes y el respeto de los derechos individuales debían proveer el marco para la convivencia pacífica y civilizada de los peruanos.

La consecuencia lógica de esa convicción pudimos constatarla en el 2000, cuando, a la caída del fujimorato, el gobierno de transición encabezado por Valentín Paniagua requirió sus servicios como presidente del Consejo de Ministros y canciller. Pérez de Cuéllar tenía ya entonces una edad en la que merecidamente podía gozar del retiro, pero la apremiada administración que surgió de la convulsión política provocada por el desmoronamiento del corrupto orden anterior necesitaba de su prestigio nacional e internacional, y él no dudó en ofrecerlo.

Tras ese breve pero providencial retorno a la política, se desempeñó como embajador del Perú en Francia y ante la Unesco por dos años, y solo después de un tiempo de concluida esa última experiencia diplomática volvió definitivamente al Perú.

Discreto como fue, las noticias sobre él no eran frecuentes. Pero todos sabíamos que estaba allí, tranquilo en su casa. Y era como tener un hermano mayor siempre dispuesto a intervenir con serenidad y sabiduría en los momentos en los que hacía falta. Los años no parecían ser un inconveniente para su lucidez y así sumó 100 hace apenas un mes y medio.

El ciclo de la vida, sin embargo, es inexorable y ahora debemos acostumbrarnos a no poder acudir a él cuando alguna de las habituales crisis que nos afectan nos coloque en un trance de desconcierto. Nos queda, no obstante, su ejemplo, que no es poca cosa.