Editorial El Comercio

Hay una estadística que refleja bien el largo proceso de deterioro de la política peruana: desde hace casi 40 años, todos los presidentes electos en el país han enfrentado serias investigaciones –e incluso condenas– por delitos de corrupción. E igual de predecible que esa triste recurrencia es la reacción inicial de los imputados para explicar las acusaciones en su contra: son todos víctimas de una campaña de desprestigio digitada por oscuras y poderosas fuerzas que buscan mellar su liderazgo y compromiso con el pueblo. Es cierto que no todos los casos son de la misma naturaleza, ni las pruebas son igual de contundentes, pero las razones argüidas son siempre similares.

La narrativa de la persecución política para evitar dar mayores explicaciones es, pues, una salida habitual que ha sido recogida ahora con especial entusiasmo por el presidente y su entorno. “Hoy en día se ha desatado una persecución política irracional a mi persona, al presidente de la República, a diferentes ministerios”, dijo, por ejemplo, el mandatario en mayo. La semana pasada, luego de la intervención de la fiscalía en Palacio de Gobierno para detener a su cuñada, Yenifer Paredes, el presidente enfiló en contra de “la continua puesta en marcha de un plan mediático que apunta a tomar el poder de manera ilegal e inconstitucional”, complot del que, según el mismo Castillo, también es parte la fiscalía. Y, ayer mismo, el jefe del Estado indicó: “Ahora la lucha no está en el Congreso, la lucha está en otro espacio, en donde nos siembran miles de cosas para hacer ver que Pedro Castillo es corrupto”, en clara alusión a las investigaciones –a estas alturas, ya media docena– que se le siguen.

Ciertamente, los ataques de desprestigio en contra del y el son una cosa cuando vienen de un político que no ostenta ya un cargo público, y otra muy distinta cuando vienen del propio presidente de la República. Las alertas institucionales deben sonar mucho más fuerte si los intentos para desacreditar a las autoridades de la justicia no provienen de fuera, sino de lo más profundo del sistema gubernamental.

La primera razón es porque las altas autoridades, y sobre todo el presidente, tienen poder suficiente para interferir en las pesquisas. Los despidos del procurador general del Estado, , y del ministro del Interior, , ambos funcionarios independientes de las presiones de Palacio de Gobierno, son dos ejemplos claros del mal uso del poder público en este sentido.

La segunda razón es que la influencia comunicacional del presidente y sus ministros, con toda la fuerza del aparato público detrás, es inigualable. La progresiva construcción de una historia en que cualquiera que cuestione al presidente –incluyendo a la fiscalía– forma parte de un complot contra la democracia es un componente clásico del manual de los autócratas latinoamericanos.

A saber, el Ministerio Público y el Poder Judicial están lejos de ser intachables. Hace no mucho, vale recordar, el escándalo de Los Cuellos Blancos del Puerto reventaba en el centro del sistema de justicia. Y es claro que, en ocasiones, ha habido excesos en contra de personas investigadas. Por supuesto, tanto fiscales como jueces pueden cometer errores o exabruptos, pero de ahí a sostener que en el Perú existan persecuciones políticas sistemáticas instituidas a lo largo del sistema de justicia hay un largo trecho. Más bien, la defensa de la autonomía de la fiscalía y del Poder Judicial son fundamentales precisamente en momentos como estos. La politización del sistema de justicia, como pretende impulsar el presidente, restaría legitimidad a la principal arma de la lucha contra la corrupción, y el mandatario lo sabe.

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