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Editorial El Comercio

Decía hace poco Carlos Oliva, ministro de Economía y Finanzas, que a pesar de las tensiones políticas hay ciertas líneas rojas que jamás deben cruzarse, que las batallas pueden darse en determinados campos y esferas concretas de discusión, pero nunca comprometiendo lo fundamental de la economía nacional.

Y entre lo más fundamental del manejo económico están la responsabilidad fiscal y el ordenamiento del servicio público. Ambos criterios, no obstante, han sido comprometidos de manera innecesaria por la aprobación la semana pasada de la ley de en el por parte del . El dictamen finalmente aprobado recogía iniciativas de los partidos Alianza para el Progreso, Frente Amplio, Acción Popular y Fuerza Popular.

Como se sabe, esta norma –aprobada después de las 11 de la noche del pasado jueves– promueve que los negocien aumentos salariales, situación que no está permitida por la legislación vigente para salvaguardar el orden y la predictibilidad del presupuesto. La iniciativa se enmarca en el mismo espíritu que impulsó hace poco la derogación del Decreto Legislativo 1442, cuyo fin era ordenar la planilla del Estado. A la fecha, aunque parezca increíble, no existe conocimiento centralizado sobre quiénes son todos los trabajadores públicos, cuánto se les paga y por qué.

Respecto de la responsabilidad fiscal, la norma que permite la negociación colectiva abre un espacio significativo de incertidumbre sobre el tope adecuado del gasto en remuneraciones públicas. Si bien la tasa de sindicalización en organizaciones estatales es relativamente baja –apenas uno de cada siete trabajadores públicos esta sindicalizado, aproximadamente– el potencial costo fiscal de la iniciativa es grande. Si aún con la prohibición de la negociación colectiva el gasto público en “personal y obligaciones sociales” ha subido ya en 152% en los últimos diez años, ¿qué se puede esperar cuando las casi 2.700 instituciones públicas enfrenten presiones sindicales para aumentos de salarios?

Respecto del ordenamiento del servicio público, la norma pone una barrera más en la correcta implementación de meritocracia en el Estado a través de Servir. La lleva ya un largo retraso en su aplicación en ministerios, gobiernos regionales, locales y otras entidades públicas, con instituciones además que arguyen independencia y luchan por su inaplicación. Cabe resaltar que, de acuerdo con Servir, los incrementos salariales en el sector público vía negociación colectiva han existido en los últimos años a pesar de su prohibición en las leyes anuales de presupuesto del sector público y en la Ley del Servicio Civil (desde el año 2013). Su aplicación, en este contexto de flexibilidad, podría dispararse. La norma aprobada, de hecho, deroga seis artículos de la Ley Servir.

¿Qué expectativas puede haber de lograr una escala de salarios meritocrática, que responda a la productividad y eficiencia del funcionario público, si de aquí en adelante las relaciones de poder internas –e incluso de clientelaje– podrían dictar las remuneraciones? ¿Cómo encaja este desatino en el Congreso en el esfuerzo por mantener una caja fiscal balanceada y a la vez incentivar a los mejores profesionales dentro un Estado ordenado?

El Ejecutivo tiene todavía la oportunidad de observar la norma y recomendar cambios. Un análisis elemental de responsabilidad y de las líneas rojas para esta y las futuras administraciones públicas sugiere que lo haga.