Editorial El Comercio

Siempre es un mal negocio intentar prever lo que sucederá en los próximos meses, pero aun así el mundo recibe hoy un nuevo año que trae incluso más incertidumbre que lo usual. Hasta los pronósticos más optimistas admiten que el contexto internacional se deterioró durante el 2022, y que recuperar la marcha será más difícil en los meses subsiguientes. La persistente inflación, la guerra en Europa, el ajuste de la liquidez global, la crisis energética, entre otros retos, marcan un año con poco espacio para el error.

El trae, además, sus propios retos a la cancha. En lo político, la estela del gobierno del expresidente Pedro Castillo –y su absurda implosión a mediados de diciembre pasado– dejaron un campo minado para la democracia. Si el país quiere preservar su institucionalidad, cada paso del Ejecutivo y el Legislativo debe ser meditado con sumo cuidado de aquí en adelante. Ambos enfrentan el enorme reto de preparar el terreno para aprobar una reforma política sensata que ayude a obtener mejores resultados en las elecciones generales del 2024 y, a la vez, recuperar la imagen de la política peruana, hoy por los suelos. El gobierno de la presidenta Dina Boluarte, adicionalmente, deberá reconstruir las partes del aparato público que fueron tomadas por la incompetencia y la corrupción durante el régimen de su antecesor (que no son pocas).

El campo judicial será otro espacio relevante durante el . Luego de la reactivación del acuerdo de cooperación judicial con el Ministerio Público Federal de Brasil en el Caso Odebrecht –suspendido en octubre a pedido de la compañía–, casos emblemáticos como los juicios al expresidente Ollanta Humala y a su esposa, Nadine Heredia, pueden continuar. Al mismo tiempo, otros casos de alta notoriedad –como el proceso en contra de Keiko Fujimori y la extradición del expresidente Alejandro Toledo– deberán seguir su curso. La sensación a la fecha es que la capacidad y diligencia de las autoridades para acelerar estos procesos ha sido muy pobre. Los años que llevan estas investigaciones sin conducir a mayores resultados dañan no solo a los acusados, sino a la imagen de la propia justicia peruana.

En lo económico, el Perú llega al 2023 con una marcada desaceleración de la actividad productiva como consecuencia –en parte– de la baja confianza que despertó el gobierno anterior. Si la inflación, como se espera, empieza a ceder a partir de los siguientes meses, podría encontrarse terreno fértil para una reactivación económica que ayude a recuperar los salarios reales de la mayoría de trabajadores, todavía deprimidos en niveles inferiores a los del 2019. Aun así, las proyecciones para el año que se inicia hoy ubican el crecimiento anual del PBI en niveles cercanos al 2,5%, cifra tremendamente insuficiente para lograr reducir la pobreza y promover la formalidad.

Hay, por supuesto, una serie de retos adicionales que enfrentar con determinación y prudencia. El inicio de la gestión de las autoridades subnacionales, por ejemplo, ofrece una oportunidad para volver a conectar la política regional con las necesidades de la población, aunque muchos gobernadores y alcaldes electos generan más temores que esperanza. Al mismo tiempo, la Policía Nacional del Perú, cuyos ascensos recientes fueron contaminados desde Palacio de Gobierno, debe depurarse de los malos elementos. A la sombra del caos político y los aprovechamientos del último año, la inseguridad ciudadana se ha agravado. Las últimas estadísticas de seguridad, publicadas la semana pasada por el INEI, revelan un incremento significativo de las denuncias por comisión de delitos durante el 2022.

No sería este, pues, un año fácil. Los retos que tiene el país por delante son enormes. No obstante, el fin del gobierno anterior –impregnado de corrupción, caos e incompetencia– ofrece un punto de partida de moderado optimismo sobre el que empezar a construir.

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