Hace unos días, se publicó el Informe Global de Competitividad del WEF, en el cual el balance de Perú es deficiente. (Foto: Archivo El Comercio)
Hace unos días, se publicó el Informe Global de Competitividad del WEF, en el cual el balance de Perú es deficiente. (Foto: Archivo El Comercio)
Editorial El Comercio

Si la política es un arte, una actividad que demanda una serie de destrezas, ciertamente la habilidad de los líderes para balancear lo urgente con lo importante es esencial. Mientras que lo primero otorga oxígeno político y permite atender la coyuntura y demandas populares, lo segundo garantiza una visión de largo plazo y sostenibilidad. Lo primero es estéril sin lo segundo; lo segundo es imposible sin lo primero.

Y si lo urgente está, por su propia naturaleza, en ebullición permanente dentro de las discusiones nacionales (fenómeno de El Niño costero, Lava Jato, cambio de ministros, etc.), solo muy de vez en cuando la coyuntura ofrece una oportunidad para reflexionar de manera seria e integral sobre lo importante. Una de esas pocas ocasiones es la publicación anual del ránking de competitividad del Foro Económico Mundial (WEF).

Lo que reveló la última edición del Informe Global de Competitividad del WEF, que se publicó esta semana, es que el mencionado balance de prioridades políticas en el Perú ha sido deficiente. El país cayó cinco posiciones en un ránking que mide la capacidad de las naciones para producir bienes o servicios con suficiente valor a precios razonables, atraer inversiones, y eventualmente mejorar la calidad de la vida de los ciudadanos a través del único camino posible y sostenible: mejoras en la productividad.

Entre las principales debilidades y retrocesos del Perú se encuentran la institucionalidad (puesto 116 de 137 países), la calidad de la infraestructura (111), la calidad de la educación primaria (129) y la facilidad para despedir y contratar trabajadores (129). Todas ellas, responsabilidad total o parcial del Estado. Es verdad que el impacto del destape de sonados casos de corrupción ha traído una percepción más profunda del deterioro institucional del país y que estos casos corresponden a años anteriores, pero eso no hace menos grave la situación general; solo más evidente.

Porque la verdad es que nada de esto es materia de solo un año o dos. Después de una mejora sostenida entre el 2007 y 2012 (del puesto 86 al 61), el Perú ha seguido una senda de deterioro progresivo. Hoy se ubica en el puesto 72.

Es difícil imaginar que hubiera podido ser de otra manera. La urgencia del corto plazo y la agenda inmediata del país han ocupado de manera avasallante los lugares que les debieron corresponder –por lo menos en buena parte– a las grandes reformas estructurales que tenemos pendientes desde hace varios años. De la reforma laboral, aquella que posibilitaría contratar a más trabajadores en el sector formal flexibilizando el rígido mercado de trabajo, se habla poco o nada. La agenda general del sector salud es un misterio. La política educativa que defendió a rajatabla el gobierno al costo de dos ministros está en veremos. Los grandes proyectos de inversión en infraestructura marchan, desde hace mucho tiempo, a un ritmo bastante más lento de lo requerido. De la reforma estructural del sistema de justicia, quizá la más fundamental de todas, nadie ha escuchado. Y así sucesivamente. ¿Alguien se debería sorprender, entonces, de que no avancemos en el ránking de competitividad?

Si algún punto debiera preocupar sobremanera en el informe WEF, este es la debilidad institucional del país, requisito indispensable para el desarrollo. Algunos sectores querrán endilgar la responsabilidad de ello al sistema de libertad económica que –con bemoles y limitaciones– prevalece en el país. Lo cierto, no obstante, es justamente lo contrario. La libertad económica real –aquella radicalmente opuesta a prácticas de corrupción o mercantilismo– necesita instituciones fuertes para sobrevivir y asentarse, y del mismo modo las instituciones se benefician de un sistema transparente, eficiente, simple y con reglas claras como el que impulsa el libre mercado. No es casualidad que los países con mayor libertad económica sean a la vez los más desarrollados y con instituciones más sólidas. Pero mientras los malabares de la política del día a día sean la agenda principal del Estado, lo importante seguirá quedando para una próxima oportunidad.