(Foto: USI).
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Editorial El Comercio

Mañana se cumple medio siglo desde la promulgación del Decreto Ley N°17716 por parte de la dictadura militar de . Esta disposición inició la en el Perú, un proceso que marcó, como pocos, la historia del país.

La confiscación y redistribución de tierras se dio en parte como respuesta a un sistema político, económico y social que, en zonas del territorio, colocaba al campesino como un ciudadano de segunda categoría. Desconocer la situación de marginalidad y servidumbre para decenas de miles de peruanos en el campo –y que fue caldo de cultivo para la expropiación velasquista– es una afrenta a quienes la vivieron. El general Velasco fue un dictador sin atenuantes, pero a la vez ninguna democracia debió permitirse convivir con regímenes semifeudales en su territorio.

Quienes enarbolan esta narrativa –legítima– de la reforma agraria y la defienden bajo preceptos de ciudadanía y equidad suelen pasar por alto, sin embargo, que la forma en que la dictadura la llevó a cabo no logró los objetivos que se propuso y, por el contrario, destruyó la economía rural con consecuencias que arrastramos hasta hoy. Recordemos también que, aparte de que la confiscación se llevó a cabo de manera cruenta, el Estado se comprometió a compensar a los propietarios con ‘bonos agrarios’ que, hasta hoy, no se han terminado de pagar.

Los previos fracasos en la ejecución de una reforma agraria dentro de los cauces democráticos justificaron, a ojos de muchos, la violación de los derechos de propiedad de los terratenientes y el traspaso improvisado de unidades productivas agrícolas a cooperativas que no tenían capacidad para gestionarlas. Mientras que entre 1961 y 1970 el sector agrícola creció a un ritmo de 3,4% por año, para el último quinquenio de los 70 la producción del campo caía a una tasa de 0,5% anual en promedio.

Las causas del descalabro de la producción a partir de la reforma agraria fueron diversas. Con la destrucción del tejido empresarial tradicional también se fueron la experiencia, los accesos a redes de proveedores y clientes, y el capital necesario para inversiones. El mantenimiento de maquinaria fue nulo. Los incentivos internos en las cooperativas agrícolas no favorecieron el trabajo articulado, el orden ni la innovación. Y el régimen militar, en vez de ayudar a cerrar las brechas expuestas, las agravó: otras políticas estatales de entonces, como la industrialización por sustitución de importaciones y el control de precios, con sus impactos sobre el tipo de cambio y la rentabilidad de los cultivos, terminaron de condenar al sector al fracaso.

Cincuenta años después, el Perú todavía lucha por completar algunos de los objetivos planteados inicialmente por la reforma agraria y por reparar el enorme daño económico que causó. Las condiciones materiales de vida en el campo son significativamente inferiores que las de zonas urbanas, el acceso a servicios básicos como agua, educación o salud es pobre, y las oportunidades de mejora económica a partir de la producción agrícola organizada en pequeñas parcelas –descapitalizadas y sin tecnología o conexión con mercados modernos– son exiguas.

Una prueba de ello es que la productividad anual del trabajador agrícola peruano promedio hoy es de alrededor de S/7.000, la mitad del colombiano, un tercio del brasileño y casi la treintava parte del canadiense. Una cifra que no resulta sorpresiva si tomamos en cuenta que, según datos del INEI (2012), la superficie de la parcela promedio en el Perú es de apenas 1,4 hectáreas. Como es obvio, tierras pequeñas y parceladas dificultan las grandes inversiones que requiere un sector como el agro.

Un fraccionamiento que sufrieron también las cooperativas que nacieron de la reforma y que, se suponía, iban a fomentar el trabajo colaborativo. Como contó nuestro columnista en un artículo del 2018, “hoy, la gran mayoría de esas cooperativas ha sido parcelada y sus tierras son trabajadas en forma individual”.

El profundo cambio que la reforma agraria significó para la sociedad peruana demanda un análisis serio de sus causas y consecuencias. Minimizar, por un lado, las injustificables condiciones sociales que existían antes de la reforma para miles de campesinos, o soslayar, por otro lado, su devastador efecto sobre el progreso económico del agro son dos posiciones que poco contribuyen a entender la reforma agraria. Medio siglo debería ya ser suficiente para aprender a procesar cambios complejos como este, sin dogmatismos ni tabúes.