Editorial El Comercio

Ayer, desde estas páginas, advertíamos respecto de la intención del gobierno de sancionar destapes periodísticos que le sean incómodos, y del talante poco democrático que ello demostraba del presidente y su equipo. Precisamente, en la medida en que esto último se trata –queda ya claro– de un rasgo característico del gobierno, es solo esperable que otros esfuerzos de cooptación institucional sigan el mismo patrón.

Uno especialmente grave es el relacionado a la , institución que defiende los intereses del Estado ante casos de corrupción y similares. A pesar de estar adscrita al Ministerio de Justicia y Derechos Humanos (Minjus), la PGE debe ser un ente autónomo del poder político y con suficiente independencia para representar al interés público, aun cuando el implicado en un potencial crimen sea una alta autoridad. Y, sin embargo, son cada vez más los indicios de su captura parcial por parte, precisamente, de quienes están hoy investigados.

De otro modo es difícil explicar, por ejemplo, su nula participación en el proceso que se le sigue al presidente Castillo en la fiscalía, el cual debería ser su caso más relevante. La selección de responsables de la PGE parece haber sido instrumental en este resultado. Como se recuerda, a inicios de año, el entonces procurador general de la República, Daniel Soria, fue ilegalmente destituido por el presidente y el entonces ministro de Justicia, Aníbal Torres. La remoción se dio poco después de que Soria denunciara frente al Ministerio Público al mandatario por el Caso Puente Tarata III. En su reemplazo, el Gobierno nombró a , quien ahora tendría el aparente encargo de cuidar las espaldas del presidente y sus aliados.

Caruajulca, quien arrastra una denuncia por supuesta negligencia ante el delito de tráfico de tierras cuando era procuradora en San Juan de Lurigancho, asistió a las declaraciones del jefe del Estado frente a la fiscalía el pasado viernes 17, pero no intervino. Tampoco ha levantado la voz por otros casos en los que podría existir suficiente evidencia para iniciar investigación, como el de los ascensos militares y policiales, y las compras de biodiésel de Petro-Perú. En menos de medio año a cargo de la PGE, Caruajulca ha debilitado también la independencia de las procuradurías de entidades subnacionales al crear incertidumbre sobre su eventual traspaso a la PGE, fuera de la influencia de alcaldes y gobernadores involucrados en posibles delitos e interesados en enterrar las acusaciones en su contra.

A su mutismo y las acusaciones que lleva a cuestas Caruajulca, se suma ahora la posible salida del procurador del Ministerio de Transportes y Comunicaciones (MTC), David Ortiz, por tratarse de un funcionario incómodo para la administración. Como relató ayer el periodista Ricardo Uceda en este Diario, la participación de Ortiz en la confirmación de un audio incriminador entre el prófugo exministro Juan Silva y el empresario Zamir Villaverde lo habría puesto en la mira de sus superiores. Tal y como sucedió con Soria, en el interior de la PGE se habría encendido una maquinaria de leguleyadas para darle un barniz legal a una acción injustificable: la destitución de un procurador por hacer su trabajo. “¿Es la PGE el organismo defensor de los intereses del Estado, un tentáculo de la organización criminal?”, se preguntaba entonces Uceda.

El gobierno parece tener la intención de controlar la PGE al mismo nivel en que hoy controla al Minjus. Dos instituciones públicas que deben ser suficientemente independientes para defender los intereses de la nación y enfrentar al poder político si fuese necesario estarían más bien cooptadas por este último. Este gobierno, es cierto, nunca tuvo mayor respeto por la separación de funciones dentro del Estado, pero las evidencias que ya se acumulan de encubrimiento y captura son ya demasiado groseras para ser ignoradas.

Editorial de El Comercio