Editorial El Comercio

Hoy, hace exactamente un año, un de en el que ordenaba a sus tropas “desnazificar ” a través de una “operación militar especial” dio inicio a la guerra que muchos creían imposible. Una que, doce meses después, se ha cobrado la vida de unas 340.000 personas (alrededor de 40.000 de ellas civiles), ha empujado a ocho millones al exilio y ha cambiado por completo la fisonomía de decenas de ciudades ucranianas, con edificios transformados en amasijos irreconocibles y estaciones de tren reconvertidas en refugios antiaéreos.

A estas alturas, nadie sabe cuánto tiempo más durará este horror ni cómo acabará. De hecho, el reordenamiento de tropas y el acopio de arsenal bélico a ambos lados del Dniéper en las últimas semanas dejan entrever que estamos más cerca de una escalada en los ataques cuando se acabe el invierno europeo que de unas negociaciones de paz. Esta incertidumbre, sin embargo, no significa que la guerra no haya dejado algunas lecciones que conviene tener en cuenta.

La primera es, por supuesto, el peligro que un ejército numeroso y con potencial nuclear aunado a los anhelos imperialistas de un individuo que gobierna sin oposición interna representa para el planeta. Hay que ser bastante claros en esto: el único culpable de este colosal sinsentido es Vladimir Putin. Su impotencia al saberse incapaz de mantener en su órbita a un país que se siente cada vez más atraído por el modelo social europeo y el ego herido de quien hace unos años aseguró que la desintegración de la Unión Soviética –ese proyecto autoritario que en países como Ucrania dejó un legado de hambre, persecuciones y terror– fue “la mayor tragedia geopolítica del siglo XX” son los causantes de esta sangría.

También es evidente que cuando esta invasión acabe se hará necesario un gran esfuerzo de reconstrucción, no solo de la infraestructura ucraniana, sino principalmente de la verdad sobre lo ocurrido en lugares como Bucha, Irpin o Borodianka, donde los indicios de ejecuciones extrajudiciales, torturas y violaciones contra los locales por parte de las tropas rusas abundan. Ningún hipotético acuerdo entre Rusia y Ucrania debe suponer la impunidad que son, vale recordarlo, contra la humanidad entera.

Pero no todas las lecciones de la guerra son negativas. En el fragor de esta hemos sido testigos de escenas de resiliencia y solidaridad que también deben destacarse. Sobre lo primero dan cuenta los esfuerzos de la población ucraniana por resistir ante un enemigo que los sobrepasa en números. No hablamos aquí solo de los soldados ni de los milicianos que han tomado parte en los combates, sino también de los civiles que han convertido calles y plazas en trincheras, que han corrido a salvaguardar el patrimonio cultural de la nación, que han ayudado a los heridos y que han arriesgado sus vidas trasladando a ancianos, mujeres y niños afuera del territorio asediado.

En cuanto a lo segundo, el ataque ruso ha fortalecido la cooperación entre las principales democracias del mundo, con Estados Unidos, la Unión Europea y el Reino Unido a la cabeza. No solo en la adopción de medidas contra los jerarcas rusos, sino también en la provisión de armamento militar a Ucrania, cuyo último acuerdo implicó el y cuando ya se sopesa la posibilidad de incluir en los apoyos.

Todas estas acciones son acertadas, pues lo que está en juego en Ucrania no es poca cosa. En primer lugar, está la supervivencia de la cultura ucraniana, una que Putin y sus adláteres quisieran obliterar como lo intentaron en su momento Stalin y los mandamases de la Unión Soviética para quienes Ucrania era apenas un apéndice de Rusia y no una nación soberana con una identidad propia.

Pero, en el largo plazo, los ucranianos también están entregando la vida por algo mucho mayor, aunque muchos de ellos no lo sepan. Esto es, por el devenir del mundo, uno en el que los tiranos con ínfulas imperialistas sepan que no pueden invadir una nación soberana y pretender salir indemnes y en el que nadie que inicie una guerra tenga claro que puede ganarla ante la pasividad del resto del planeta. La guerra que hoy se viene librando en localidades como Donetsk, Lugansk o Bajmut es, en muchos sentidos, una guerra por el futuro. Y una así solo puede terminar de una manera: con la supervivencia de Ucrania.

Editorial de El Comercio