"Pensemos, por ejemplo, en Juan Carrasco, que con un promedio de solo 66 días entre cada puesto recorrió un periplo en la estructura del Estado". (Foto: Presidencia De Perú)
"Pensemos, por ejemplo, en Juan Carrasco, que con un promedio de solo 66 días entre cada puesto recorrió un periplo en la estructura del Estado". (Foto: Presidencia De Perú)
Editorial El Comercio

Que este funciona como una agencia de para sus allegados y simpatizantes es algo que se hizo evidente desde las primeras semanas de la gestión del presidente Pedro Castillo. Ministros y viceministros que no presentaban las características técnicas o éticas adecuadas para desempeñarse en los cargos a los que habían sido nombrados y debieron dejarlos con relativa rapidez son los ejemplos de ese fenómeno que inmediatamente vienen a la mente, pero hay muchos más.

Existe, además, un detalle adicional del que nos hemos enterado recientemente, gracias a de la Unidad de Periodismo de Datos de El Comercio (ECData) divulgado este fin de semana: cuando muchas de esas designaciones han hecho crisis y han forzado a la actual administración a cesar a las personas cuestionadas en el puesto que ocupaban, sencillamente se las ha rotado. Es decir, se las ha trasladado a otra posición en la estructura del Estado, como para que el beneficio último de lo que se les había concedido –un puesto público para el que no necesariamente estaban capacitadas– no se perdiese.

En números gruesos, el informe revela que las designaciones de confianza durante este gobierno ya suman más de 2.800 y que las personas que, dentro de ese universo, han pasado de un puesto a otro en un promedio de 80 días son 119. De ellas, 42 fueron reasignadas a entidades diferentes y 75 a plazas distintas dentro del mismo sector. Por si eso fuera poco, los funcionarios que han cambiado de colocación en tres o más ocasiones son 21.

Pensemos, por ejemplo, en Juan Carrasco, que con un promedio de solo 66 días entre cada puesto recorrió un periplo en la estructura del Estado que lo llevó de ser ministro del Interior a ser asesor del Ministerio de Defensa, de ahí a ser titular de esta última cartera; y por fin, a convertirse en el viceministro de Justicia. No menos ilustrativo resulta el caso del señor Jimmy Quispe, que con un promedio de 96 días por cargo pasó de ser asesor del Ministerio del Interior a ser asesor del Ministerio de Defensa; y de ahí, a ser viceministro de Defensa, para finalmente ser asesor viceministerial de ese mismo despacho.

Un episodio asociado a esta misma dinámica de “premios consuelo” y singularmente vergonzoso ha sido, por otra parte, el del exjefe de campaña del profesor Pedro Castillo (y hombre cercano a Vladimir Cerrón) Richard Rojas García. Como se recuerda, él fue elegido originalmente para que fuera el embajador del Perú en Panamá, pero fue rechazado por ese país, por lo que posteriormente se lo designó como embajador en Venezuela.

Hablamos, pues, de ciudadanos que, en su mayoría, no tenían la experiencia o la preparación para el primero de los puestos al que fueron nombrados y, en consecuencia, mucho menos, la versatilidad que haría falta para el vertiginoso proceso de rotación en el que luego se vieron envueltos. Si en general se asume que el correcto proceso de selección en la administración pública consiste en una evaluación de perfiles para la posición que se requiere llenar, aquí nos topamos con la lógica minuciosamente inversa: los puestos, al parecer, tienen que adecuarse a las características de los individuos a los que se quiere gratificar con ellos.

La consecuencia de todo esto, por supuesto, es que la función pública se ‘desprofesionaliza’ y se deteriora: un problema que afecta, además, a determinados sectores como –según ha determinado el informe aquí aludido– el de Transportes y Comunicaciones, Interior, el Produce y el Minedu. Todo ello, en un gobierno que busca adscribir a la Autoridad Nacional del Servicio Civil (Servir) al Ministerio de Trabajo y Promoción del Empleo, lo que equivaldría a desaparecerla, al menos en el sentido que impulsó su creación años atrás.

Cabe añadir, por último, que en más de una ocasión el Congreso se ha resistido a cumplir con el rol fiscalizador que le toca en este aspecto, pasando por agua tibia designaciones de escándalo y convirtiéndose así en cómplice de esta agencia de empleos gubernamental que, por lo que parece, no descansa ni está dispuesta a hacerlo.