(El Comercio)
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Editorial El Comercio

La expectativa por la visita del papa Francisco a nuestro país, en enero del próximo año, se ha traducido en preparativos entusiastas y canciones sobre la fe y la reconciliación, pero también en una pugna un tanto absurda en torno a la definición del lugar donde el Sumo Pontífice habrá de celebrar una misa multitudinaria durante su estadía en Lima. Como se sabe, esta está programada para el domingo 21 del mes ya indicado e inicialmente se anunció que se realizaría en la Costa Verde.

Pronto, sin embargo, surgieron objeciones a esa elección por presuntas razones de seguridad. Concretamente, el viceministro de Gestión Institucional del Ministerio del Interior, Ricardo Valdés, declaró el viernes de la semana pasada que el lugar en cuestión estaba “prácticamente descartado” y que se estaba estudiando la posibilidad de trasladar el evento a algún otro emplazamiento del cono norte o el cono sur. Según dijo, la Costa Verde no resultaba adecuada para acoger a la cantidad de gente que se esperaba, pues ante la amenaza de un tsunami esta dispondría solo de 10 a 12 minutos para evacuar la playa.

El nuevo anuncio provocó suspicacias; sobre todo, porque no era Valdés la voz autorizada del Ejecutivo para hablar de los planes para recibir al Papa. Esa responsabilidad había sido asignada, más bien, al ministro de Trabajo, Alfonso Grados, quien tres días después salió a aclarar que Valdés se había ‘apresurado’ y que la Costa Verde no había sido descartada, aunque admitió que se estaba analizando como “alternativa no definitiva” la Base Aérea de Las Palmas y que, en todo caso, recién en dos semanas se tomaría una decisión final al respecto.

Para entonces, sin embargo, las suspicacias habían crecido, adquiriendo además un matiz político, pues ciertas voces maliciaban que lo que el pretendido cambio de lugar perseguía era desplazar al cardenal Juan Luis Cipriani del rol protagónico que había asumido a propósito de la visita papal (de hecho, él fue uno de los primeros en protestar ante lo declarado por Valdés). Y, al mismo tiempo, un auténtico festival de intervenciones y ofertas con relación al tema –como la del alcalde de Ancón, quien propuso acoger la misa en su distrito– se había desatado.

El presidente del Legislativo, Luis Galarreta, por ejemplo, se sintió llamado a inmiscuir a ese poder del Estado en un asunto que claramente no le competía al demandar al ministro Grados que le remitiese los informes técnicos que sustentasen un eventual cambio de sede para la misa, mientras la presidenta del Consejo de Ministros, Mercedes Aráoz, optó por introducir mayor confusión en la controversia al comentar que el Papa le había pedido al presidente Kuczynski que eligiese él dónde se debía celebrar la misa pensando en la seguridad de los asistentes. Todo esto, por añadidura, envuelto en una tormenta de acusaciones en las redes sociales en la que participaban y siguen participando congresistas, ‘trolls’ y ciudadanos, y que incluían hasta cálculos al ojo de las posibilidades de que se produjera un ‘maremoto’ (fenómeno, por cierto, distinto a un tsunami) durante el ritual ofrecido por Francisco.

A decir verdad, en el fondo, poco parece tener que ver la pugna con la seguridad. Se diría que ocurre, más bien, que, en la medida en que la llegada del Sumo Pontífice es un evento que despierta tanto fervor en el país, no hay actor político que quiera permanecer ajeno a él. Después de todo, aparecer como quien lo promueve, lo organiza o lo protege reportaría sin duda réditos ante un pueblo mayoritariamente católico como el nuestro. Pero tal como están las cosas, lo más probable es que todos esos actores estén dando por el momento la impresión de estar entorpeciendo el esperado acontecimiento y nada más.

¿No sería acaso esta una estupenda oportunidad para que la técnica se imponga sobre la política y esperar el pronunciamiento final de Defensa Civil para definir la mejor opción para la celebración de la misa y, de ser el caso, las acciones de acondicionamiento que ello requeriría?