(GEC)
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/ ANTHONY NIÑO DE GUZAMAN
Editorial El Comercio

Hace una semana, el pleno del Congreso de la República preparó, presentó y aprobó en primera votación y en tiempo récord una ley para reformar cinco artículos de la Constitución en cuestiones concernientes a la inmunidad y al antejuicio con los que cuentan algunos altos cargos de la administración estatal.

En aquel entonces, dijimos en este Diario que la norma –respaldada por miembros de todas las bancadas– no parecía el fruto de un genuino interés por evitar que altos funcionarios utilizaran las prerrogativas constitucionales como mecanismos de impunidad, sino, más bien, un intento de devolver el ‘golpe’ al Ejecutivo, que horas antes había anunciado la celebración de un referéndum sobre la inmunidad parlamentaria, usando la Carta Magna como munición.

Toda la astracanada del domingo pasado, sin embargo, tiene su origen en un problema que las últimas representaciones nacionales no han podido solucionar: ¿cómo garantizamos que los legisladores no recurran a la inmunidad y al antejuicio político para blindarse y para blindar a otros funcionarios por motivos poco nobles? O, dicho de otro modo, que espectáculos como el que vivimos el domingo pasado no existirían si los parlamentarios mostrasen ecuanimidad al momento de analizar los requerimientos de la justicia contra sus pares.

En ese sentido, han comenzado a llegar al Congreso algunos pedidos del Ministerio Público que ayudarán a echar luces sobre la textura del compromiso de sus integrantes con la transparencia.

Días atrás, por ejemplo, la fiscal de la Nación, Zoraida Ávalos, remitió a la presidencia del Congreso dos denuncias constitucionales contra el excontralor de la República y hoy legislador de Unión por el Perú (UPP) Edgar Alarcón. La primera de ellas, por el delito de enriquecimiento ilícito, sostiene que entre el 2002 y el 2015 el hoy presidente de la Comisión de Fiscalización del Congreso adquirió más de 90 automóviles y camionetas –algunas de marcas lujosas– cuando sus ingresos declarados no permitían sustentar tal desembolso (a partir del 2013, además, Alarcón había seguido dedicándose a la compra-venta de vehículos cuando se desempeñaba como vicecontralor y, como tal, estaba impedido por ley de tener actividad lucrativa de ese tipo). La segunda, por peculado doloso, señala que Alarcón aprobó el pago de varios servicios para la contraloría que nunca llegaron a realizarse.

A inicios de mes, además, Ávalos había presentado al Legislativo una denuncia constitucional contra el fiscal supremo Tomás Gálvez, el exjuez supremo César Hinostroza y los exconsejeros Julio Gutiérrez Pebe y Orlando Velásquez, a los que imputa la comisión de una ristra de delitos en el marco del caso de Los Cuellos Blancos del Puerto. De los cuatro, recordemos, el primero continúa inamovible en el cargo hasta el día de hoy.

Asimismo, la fiscal de la Nación ha enviado otras tres denuncias constitucionales al Parlamento que involucran a excongresistas: dos de ellas contra el exparlamentario de Fuerza Popular Héctor Becerril (una por el caso de la presunta organización criminal Los Temerarios del Crimen y la otra por supuesto tráfico de influencias) y otra contra el exlegislador Jorge Castro (al que se acusa de haberles cobrado un ‘diezmo’ a sus trabajadores).

Además de las denuncias constitucionales, la fiscal de la Nación ha ordenado que se abra una investigación preliminar por 60 días a la congresista de Acción Popular Rosario Paredes. Según reveló este Diario, Paredes le pidió a una de sus trabajadoras que depositase la mitad de su sueldo en cuentas de terceras personas.

Todos esto casos, en suma, constituyen una buena criba para cernir y examinar el compromiso de la actual representación nacional para evitar que la inmunidad y el antejuicio político vuelvan a usarse como cascarones de impunidad. Después de todo, ¿de qué sirve que los ciudadanos asistamos a ardientes peroratas de nuestros legisladores contra la inmunidad de los altos cargos públicos si al final sus actos terminan por contradecir sus discursos?