La interpelación a Marilú Martens en el pleno del Congreso inició a las 10 a.m. (Foto: Anthony Niño de Guzmán / El Comercio)
La interpelación a Marilú Martens en el pleno del Congreso inició a las 10 a.m. (Foto: Anthony Niño de Guzmán / El Comercio)
Editorial El Comercio

En más de una oportunidad este Diario ha enfatizado que la interpelación no es solo una potestad legítima y constitucional del Congreso, sino también una atribución cuya existencia resulta saludable para mantener el equilibrio de poderes.

Lamentablemente, cada vez que el actual Parlamento ha puesto en práctica este instrumento hemos sido testigos de un uso más bien irresponsable del mismo: congresistas que llegan tarde o se ausentan durante la exposición del ministro; que lanzan acusaciones falsas, absurdas o hasta insultantes, o cuyas intervenciones tienen poco o nada que ver con el asunto que se discute. Y la interpelación del último viernes a la ministra de Educación, Marilú Martens, no fue la excepción.

Lo poco auspicioso del evento, por supuesto, se pudo presagiar incluso desde días antes de su inicio. Bastaba con revisar la pobre calidad del pliego interpelatorio, que incluía –además de numerosos errores ortográficos y de redacción– preguntas basadas en información falsa, que carecían de mayor sentido o que eran ataques personales disfrazados de interrogantes.

Ya el día de la sesión, la tardanza de la mayoría de parlamentarios obligó a que esta inicie con cerca de una hora de retraso. Ante ello, cuando por fin hubo quórum para comenzar, la Mesa Directiva buscó recuperar parte del tiempo perdido reduciendo la exposición de la ministra: primero, el presidente del Congreso, Luis Galarreta, le pidió culminar rápido con su discurso introductorio y pasar a responder las preguntas; y luego el primer vicepresidente, Mario Mantilla, le solicitó igualmente mayor “síntesis” (“porque son 40 [preguntas]”).

Durante el tiempo que duró la presentación de Martens, el hemiciclo continuó semivacío. Incluso estuvo ausente la mayoría de integrantes de la bancada oficialista, en un gesto que dice mucho sobre el interés del partido de gobierno por defender a la ministra. Por el lado de la oposición, no obstante, el desdén fue aun más evidente: varios parlamentarios optaron por ignorar de plano la sesión y programaron otros eventos en simultáneo (el propio presidente del Parlamento y otros cinco congresistas, por ejemplo, abandonaron la sala mientras Martens respondía las preguntas para recibir en otro ambiente a representantes del movimiento “Defensores de los derechos de familia”).

Pero justo cuando ya podría haberse especulado que Martens superaría fácilmente este encuentro –no precisamente por su pericia política, sino por ‘walk over’–, los congresistas comenzaron a reaparecer. Y es que se acercaba su turno para hablar.

El problema, no obstante, fue que nuevamente muchos parlamentarios utilizaron sus intervenciones no para buscar nuevas respuestas o aclarar información imprecisa expuesta por la ministra, sino para ensayar discursos que más bien parecían querer convertirlos a ellos mismos en el foco de la atención. El congresista Edmundo del Águila (Acción Popular), por ejemplo, utilizó su tiempo para explicar que “el derecho a la huelga tiene 3.330 años, es decir 1.300 años antes de Cristo” y detallar a continuación los antecedentes de las huelgas magisteriales desde 1978.

Otros legisladores también ofrecieron discursos con agendas individuales, que poco o nada tenían que ver con los temas por los que se interpeló a la ministra. Así, por ejemplo, Juan Carlos González (Fuerza Popular) intervino para reclamar por la supuesta inclusión de una “ideología de género” en el currículo nacional de educación (tema no abordado por el pliego interpelatorio); y Marco Arana (Frente Amplio), para protestar contra la “política educativa neoliberal”.

Tampoco faltaron, por supuesto, quienes utilizaron sus intervenciones para lanzar innecesarios agravios, como los fujimoristas Héctor Becerril (“si usted y sus asesores ‘caviares’ tendrían alguna experiencia, la huelga no se habría prolongado [sic]”) y Lourdes Alcorta, quien tras no haber estado presente durante la exposición de Martens, le increpó por no haber traído una copia escrita de sus respuestas “para poder hacer seguimiento” (“si no es capaz de traer copias, me imagino cómo anda ese ministerio, hasta el perno, pues”).

Queda claro con esto que nuestros congresistas tienen un entendimiento distinto al constitucional sobre el verdadero fin de un instrumento tan delicado como la interpelación. Y que mientras esto no cambie, lo más seguro es que seguiremos viendo espectáculos igual de lamentables.