El presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, afirmó que vendrá al Perú así "llueva, truene o relampaguee" para asistir a la Cumbre de las Américas. (Foto: AFP)
El presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, afirmó que vendrá al Perú así "llueva, truene o relampaguee" para asistir a la Cumbre de las Américas. (Foto: AFP)
Editorial El Comercio

La decisión del Gobierno Peruano de retirarle la invitación al dictador venezolano para que asista a la Cumbre de las Américas a celebrarse en abril en nuestra capital cuenta con la aprobación de casi todos los sectores políticos –las izquierdas afines al chavismo son la excepción– y de una vasta porción de la ciudadanía. La forma alevosa en que el régimen que él encabeza atropella el Estado de derecho en su país y comete crímenes contra quienes se resisten a su determinación de atornillarse en el poder es una mancha ignominiosa en el esfuerzo de tantas de las naciones concurrentes por arraigar definitivamente la democracia en Latinoamérica. Y era desde luego pertinente que el Perú, en tanto anfitrión de la cita, asumiese un liderazgo en el gesto de hacerle saber al tirano que no sería bienvenido en ella.

En el mundo de las relaciones internacionales y la política, sin embargo, existen protocolos hasta para humillar a quien lo merece. Esto para evitar, entre otras cosas, que un abuso sea castigado con otro y que el transgresor a ser censurado pueda aprovechar una circunstancia así para victimizarse. En este caso, no obstante, no se ha procedido de esa manera.

La improvisación, efectivamente, ha parecido dictar la sucesión de actos, a veces contradictorios, con los que el Gobierno ha enfrentado la inminencia de la indeseable visita de Maduro, así como las declaraciones, ocasionalmente descaminadas, de importantes autoridades al respecto.

Veamos. La razón que se invoca en el documento con el que hace cuatro días se le anunció al canciller venezolano, Jorge Arreaza, la ‘desinvitación’ es “la alteración o ruptura inconstitucional del orden democrático” que se ha producido en su país y que la Declaración de Quebec, adoptada en la III Cumbre de las Américas en el 2001, establece. La invitación, empero, se cursó originalmente el 11 de noviembre del año pasado, cuando la naturaleza totalitaria de la administración chavista era ya largamente conocida. Y aunque ahora las ministras Aráoz y Aljovín pretenden justificar la activación de esa cláusula con la última ‘traición al diálogo con la oposición’ y el arbitrario adelanto del calendario electoral, la verdad es que los episodios que podrían haber servido de motivo para hacerlo –como, por ejemplo, la sustitución de la Asamblea Nacional (de mayoría opositora) por la Asamblea Constituyente, únicamente integrada por el oficialismo– ya abundaban en ese entonces. No enviar la invitación, por lo tanto, era posible, pero en ese momento no se les ocurrió o no les pareció una medida adecuada.

El cambio del talante del gobierno sobre el particular, por otra parte, puede apreciarse también en las declaraciones del presidente Kuczynski. “Él está invitado. O sea, él puede venir. Pero ya veremos, pues, cómo lo reciben los venezolanos que están aquí en el Perú en decenas de miles”, dijo en referencia a Maduro el pasado 7 de febrero. Y una semana más tarde, en su cuenta de Twitter, escribió: “Considerando la actual situación de Venezuela, mi gobierno ha decidido que la presencia del presidente Maduro en VIII Cumbre de las Américas ya no es bienvenida”. Como si de pronto hubiesen caído en la cuenta de aquello que habían tenido delante de los ojos por tanto tiempo.

Mención aparte merece una descabellada reflexión de la presidenta del Consejo de Ministros en medio del apuro por explicar cómo impediría el Estado Peruano el ingreso de Maduro al territorio nacional si él insistiese en venir. “Ni el suelo peruano, ni el mar peruano, ni el aire peruano puede ser invadido por una fuerza extranjera” (sic), ha dicho ella, dándole a la eventual llegada del gobernante venezolano un matiz de agresión militar que no asoma ni siquiera en el agresivo discurso de este.

Nada, sin embargo, evidencia la improvisación con la que ha actuado el Ejecutivo en este asunto tanto como la circunstancia de que la ‘desinvitación’ fuese públicamente anunciada antes de siquiera haber enviado el documento oficial en el que se le retiraba la invitación al presidente venezolano, dándole a este la oportunidad de decirles con sorna a las autoridades peruanas: “Pónganse de acuerdo”.

Lo que Maduro merecía y merece es un anatema en orden y no un gesto resuelto sobre la marcha y por el apremio de la situación política interna. Eso solo lo abastece de pretextos para defenderse.