(Foto: Presidencia)
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Editorial El Comercio

Según la última encuesta de El Comercio-Ipsos, la aprobación del presidente Martín Vizcarra ha subido ocho puntos (ha pasado de 42% a 50%) con respecto al mes anterior. Como se sabe, después de las cumbres que conoció a fines del año pasado, cuando prácticamente todos los sondeos la ubicaban cómodamente encima del 60%, la popularidad del mandatario no había hecho sino bajar mes a mes.

En general, las cifras no eran todavía alarmantes (en todos los casos, la opinión favorable a él superaba el 40%, lo que no era deleznable después de más de 15 meses en Palacio), pero la circunstancia de que en las últimas mediciones la desaprobación hubiese acabado por superar a la aprobación despertaba inquietudes en la opinión pública y, aparentemente, también en el Ejecutivo.

Ahora el presidente registra un repunte en las encuestas y en la semana algunas voces del oficialismo, como la de la ministra de Desarrollo e Inclusión Social, Paola Bustamante, se han apresurado a interpretarlo como el síntoma de una brusca conciencia ciudadana sobre los aciertos de la actual administración. “Entiendo que la población está percibiendo que hay un trabajo y un compromiso real del Gobierno para solucionar los problemas de las personas”, ha dicho ella. Pero es evidente que los gestos más dramáticos del presidente en el último mes poco han tenido que ver con, por ejemplo, la seguridad, el empleo o el crecimiento económico –el PBI creció solo 0,02% en abril según el INEI–, por lo que la explicación del hipo en su popularidad debe ser buscada en otra parte.

Concretamente, en la reedición del enfrentamiento con el Congreso (que ya antes le había resultado bastante rendidor en los sondeos) y, más discretamente, en el sutil guiño a la ola xenófoba que de un tiempo a esta parte viene ganando espacio en las calles. Se diría, pues, que, para subir al cielo de las encuestas, el jefe del Estado se ha valido, como en la conocida canción, de una escalera grande y otra chiquita. El problema, no obstante, es que, bien vistas, ambas se revelan desafortunadas y resbalosas.

En el primer caso, el mandatario forzó una puesta en escena que se inició con una marcha hasta la plaza Bolívar y terminó con el planteamiento de una cuestión de confianza de toques antojadizos (por los plazos y la exigencia sobre la intangibilidad de las esencias de los proyectos del Ejecutivo que incluía), y que tenía como trasfondo la tácita amenaza de una disolución del Parlamento.

Y en el segundo, envió un mensaje en código a la población que resiente la presencia de tantos venezolanos en nuestro territorio al presentarse, junto con el ministro del Interior y frente a cámaras, en un acto en el que 52 ciudadanos de esa procedencia estaban siendo enviados de regreso a su país por haber ingresado al Perú falseando sus datos para ocultar sus antecedentes penales.

Como se ha demostrado en estos días, el porcentaje de los venezolanos comprometidos en denuncias o problemas con la ley dentro del universo de los 800 mil migrantes que hemos recibido desde que empezó la crisis humanitaria y política en esa nación es ínfimo. Pero igual el mandatario tomó la palabra durante el referido acto de expulsión para decir: “Tenemos la obligación de velar por la seguridad, la tranquilidad y la paz de todos los peruanos”.

Al carecer de partido y de una auténtica bancada que lo represente en el Congreso, el presidente requiere desde luego de una alta aprobación ciudadana para gobernar sin sobresaltos. Esta, sin embargo, no debe ser obtenida a cualquier precio. Si lo que consigue en el camino es poner al borde del abismo las relaciones del Ejecutivo con el Legislativo y alimentar entre la población sentimientos reñidos con el desarrollo de la civilización y los derechos humanos, el remedio acaba siendo peor que la enfermedad. Y eso es grave cuando lo que está en juego es la salud democrática del país.