(Foto: Alicia Rojas)
(Foto: Alicia Rojas)
Editorial El Comercio

La Real Academia Española define la extorsión como la “presión que se ejerce sobre alguien mediante amenazas para obligarlo a actuar de determinada manera y obtener así dinero u otro beneficio”. Como sucede con cualquier definición provista por esa institución, la discusión sobre algunos de los detalles que incluye es posible –la presión aludida, por ejemplo, podría ser ejercida sobre una entidad o instancia oficial que el pronombre indefinido ‘alguien’ no alcanzaría a representar cabalmente–, pero el sentido último del esfuerzo de explicitación semántica es claro.

La toma de una vía pública para presionar al Estado a ceder frente a determinadas demandas cuya satisfacción beneficiaría a los manifestantes constituiría, en esa medida, una evidente forma de extorsión y lo razonable es que cualquier Código Penal así lo señale.

De hecho, el que rige en nuestro país considera en su artículo 200 que comete extorsión “el que mediante violencia o amenaza toma locales, obstaculiza vías de comunicación o impide el libre tránsito de la ciudadanía o perturba el normal funcionamiento de los servicios públicos o la ejecución de obras legalmente autorizadas, con el objeto de obtener de las autoridades cualquier beneficio o ventaja económica indebida u otra ventaja de cualquier índole”.

A pesar de ello, cotidianamente somos testigos de acciones de diversos grupos organizados que suponen precisamente la incursión en alguno de esos tipos de extorsión con el argumento de que se trata de una ‘protesta social’. Y hacer a los responsables pasibles de la sanción que corresponde a ese delito se convierte en un conflicto en sí mismo por las dificultades políticas que la necesidad de hacer prevalecer el imperio de la ley plantea en esos casos.

Las autoridades que se encuentran ante el trance de tener que procesar a esas personas que nítidamente han violado la ley y han perjudicado a terceros con su ‘medida de fuerza’, con frecuencia omiten el cumplimiento de su deber o lo postergan por temor a lucir contrarios a una causa que puede ser o parecer popular. Y en las pocas ocasiones en que se deciden a hacerlo, se topan con la acusación de que están “criminalizando la protesta”.

Pues bien, ese es justamente el argumento que la bancada de esgrime en un proyecto de ley presentado en estos días al Congreso para, entre otras cosas, retirar del Código Penal la tipificación de extorsión que hemos citado líneas arriba.

El proyecto lleva efectivamente por título: “Ley que busca prevenir y evitar la criminalización de la protesta social”, y en su exposición de motivos recuerda la legitimidad de los derechos a manifestarse, a la libertad de expresión y a la libertad de reunión… que en realidad nadie discute.

El problema, como es obvio, se presenta cuando el derecho a la protesta se materializa a través del atropello de los derechos de otros ciudadanos –como cuando se toma una vía pública o un local ajeno– y, por lo tanto, el Estado no puede quedarse de brazos cruzados.

Si usted, amigo lector, decidiese tomar con un grupo de vecinos una arteria de la capital, tenga por seguro que sería detenido y procesado, sin importar las razones que declarase para hacerlo. Y si todos somos iguales frente a la ley, lo mismo tendría que ocurrirle a quien hiciese lo propio en cualquier lugar del territorio nacional.

El proyecto de ley presentado por Nuevo Perú, sin embargo, pretende exonerar de tal consideración a quienes adoptan medidas como la descrita en el contexto de una ‘protesta social’. Blindar, en buena cuenta, a aquellos que en su afán de potenciar su reclamo cometen un delito.

Lo más probable es que la iniciativa –cuya aprobación sería un estímulo para la toma de carreteras y otras acciones extorsivas del mismo corte– no prospere en el Legislativo. Pero no por ello hay que dejar de denunciar los intentos de una bancada por instaurar una suerte de inmunidad protestataria para determinado segmento de la población al que parecen entender como un electorado cautivo.