(Foto: MInagri)
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Editorial El Comercio

A inicios de enero, el gobierno dio un mensaje claro sobre la precariedad de su situación política. El recién estrenado ministro de Agricultura, José Arista, cedió –con apenas un día en el cargo– ante la protesta de agricultores de papa que reclamaban, entre otras cosas, que el gobierno les compre sus excedentes de producción. Como comentamos en aquel momento, la decisión del Ministerio de Agricultura (Minagri) revelaba de manera transparente que el llamado “Gabinete de la reconciliación” partía de una posición de profunda debilidad que lo acercaba más a una vocación de supervivencia que de ejercicio del gobierno.

Y, como para no dejar dudas sobre la fragilidad del Ejecutivo, la semana pasada el ministro Arista redobló la polémica medida ante una nueva protesta generalizada que se cobró dos vidas: el ministerio ahora compraría 7.000 kilos de papa blanca por productor en un plazo máximo de siete días a un precio de S/1 por kilo. Además, en el punto 4 del acuerdo, el gobierno se compromete a “revisar la política arancelaria de importación de papa prefrita y precocida”.

La puerta que ha dejado abierta el ministro Arista es sumamente sensible. ¿Qué impedirá que la próxima vez que baje el precio del azúcar, la leche o el arroz los productores bloqueen carreteras exigiendo que el Estado compre los excedentes y restrinja la importación de productos que compiten? Si al gobierno le preocupaba –legítimamente– la situación económica de los agricultores vulnerables, podría haber encontrado una solución temporal que distorsione menos el rol del Estado en la economía; por ejemplo, a través de los programas sociales del Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social (Midis) y el Sistema de Focalización de Hogares (Sisfoh).

También queda la duda de si el gobierno no hubiera podido hacer un mejor uso de los aproximadamente S/50 millones que utilizará en comprar papa. En vista de las brechas sociales pendientes en las regiones productoras de papa, ese monto hubiese sido suficiente para contratar, por ejemplo, a 1.300 profesores, 700 médicos o 950 policías durante un año completo.

Más importante aun, los recursos podrían bien utilizarse en mejorar la competitividad del sector agrícola nacional. Lo sucedido en estas semanas debería invitar a una reflexión mucho más profunda sobre la situación del campo nacional.

El agricultor no necesita paternalismo, ni mucho menos caridad. El agricultor peruano necesita mejorar su productividad luego de tantas décadas de retraso y pobreza. Según el Minagri, en el 2014 “el Perú ocupó el octavo lugar en el mundo respecto a la superficie cosechada” de papa, “no obstante, desde la perspectiva de productividad por hectárea (ha), la ubicación del Perú se vio relegada al puesto 122, con un rendimiento promedio de 14.778 kg/ha, inferior en 26,0% respecto del promedio mundial, e inclusive menor que los rendimientos obtenidos por nuestros países vecinos, que oscilan entre 18.449 kg/ha (Ecuador), 20.042 kg/ha (Colombia), 27.941 kg/ha (Brasil) y 21.675 kg/ha (Chile). Los rendimientos en los países europeos como Francia, Alemania, Países Bajos; así como de EE.UU. superan los 45 mil kg/ha”.

La baja productividad no se limita a la papa. El trabajador agrícola nacional promedio tiene una productividad anual de S/6.650, la mitad del colombiano, un tercio del brasileño y un treintavo del canadiense. Si el gobierno quiere elevar la calidad de vida de los agricultores, la agenda pasa fundamentalmente por mejorar dramáticamente su productividad a través de, por ejemplo, acceso a técnicas de riego, semillas mejoradas, mecanismos de asociatividad y acceso a mercados, mejor infraestructura de caminos y telecomunicaciones, educación productiva, y un largo etcétera que no pasa por dádivas ni favores especiales. Los agricultores merecen un trato digno, y los contribuyentes también.