(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Ricardo Hausmann

Uno de los eslóganes del Sindicato de Trabajadores Administrativos de Harvard es “Con prestigio no se come”. En otras palabras, la universidad no debería pagar bajos salarios solo porque resulta prestigioso trabajar allí.

Sin embargo, si bien el prestigio puede no dar de comer, es un sustento. De hecho, la lógica detrás del prestigio, y su relación con la tecnología y la identidad de la gente, puede estar íntimamente relacionada con el ascenso del populismo y con los peligros de las políticas populistas.

El prestigio está en nuestros genes. Según el antropólogo biológico Joseph Henrich, evolucionó porque somos una especie cultural, en el sentido de que nuestra supervivencia individual depende de adquirir el conocimiento que reside en el cerebro colectivo. Lo adquirimos a través de la imitación, pero necesitamos decidir a quién imitar. Numerosos estudios científicos han demostrado que tendemos a imitar a gente a la que consideramos prestigiosa, un sentido que se desarrolla muy temprano en la niñez.

Henrich sugiere que esto es el resultado de un juego evolutivo en el que el prestigio es el pago por la generosidad con la que los prestigiosos comparten su conocimiento. Compartimos el sentido de supremacía que da pie al macho alfa con nuestros primos los primates, pero el prestigio –una forma de “pago” que antecede al dinero, a los salarios y a las opciones de compra de acciones– es humano por excelencia.

Si bien el prestigio resolvió un problema con el que hemos convivido durante nuestra evolución como especie, ha tenido que interactuar con los cambios tecnológicos de los últimos 50 años. En particular, el surgimiento de lo que los economistas llaman el cambio tecnológico intensivo en habilidades –la dependencia de las tecnologías modernas de trabajadores altamente entrenados– ha derivado en crecientes diferencias salariales entre los niveles de capacitación.

En su nuevo libro “El futuro del capitalismo”, Paul Collier sostiene que esta mayor desigualdad salarial ha cambiado la autopercepción de los trabajadores altamente calificados: su identidad profesional ha cobrado mayor relevancia que la percepción que tienen de sí mismos como miembros de la nación. En base a un modelo de comportamiento humano propuesto por George Akerlof y Rachel Kranton, Collier sostiene persuasivamente que la satisfacción conferida por una identidad con relación a otra –digamos, la profesión por sobre la nación– depende de la estima con la que otros consideran esa identidad.

A medida que crecieron las diferencias salariales, y los trabajadores altamente calificados viraron el foco de su identidad de la nación a la profesión, el valor para todos los demás de mantener su identidad nacional disminuyó. Los trabajadores poco calificados quedaron atrapados en una identidad nacional menos valiosa.

Esta dinámica, según Collier, explica el voto por el ‘’ en Gran Bretaña y el ascenso del nacionalismo de derecha en otros países ricos: está concentrada entre los habitantes menos calificados de entornos más rurales y menos mixtos en términos étnicos donde la identidad nacional tradicional todavía es dominante. También explica la caída de la confianza en las élites: como los miembros de la élite se identifican principalmente con su identidad profesional más global, se considera que no les importan tanto sus obligaciones recíprocas con el resto de la nación. Delegarles poder de decisión a los expertos pasó de moda, porque hemos dejado de importarles.

Las crecientes diferencias salariales pueden destruir el equilibrio propuesto por Henrich. Si los prestigiosos ya están muy bien pagados, y no se los considera generosos con su conocimiento, el prestigio puede colapsar. Este puede ser otro ejemplo de la incompatibilidad entre el ‘homo economicus’ y la moral comunitaria destacada por Samuel Bowles en su libro “La economía moral”: el comportamiento egoísta y transaccional que define al mercado no es aceptable en la familia o la comunidad.

El colapso del equilibrio del prestigio puede provocarle un enorme daño a una sociedad, porque puede romper el contrato implícito por el que la sociedad utiliza competencias fundamentales. Para ver por qué y cómo, basta con ver lo que ha sucedido en .

En el 2002, la retórica populista de izquierda del entonces presidente atacó a la compañía petrolera nacional PDVSA. La compañía ya era del Estado, de manera que no se trataba de nacionalizar la empresa. Para Chávez, el problema era la cultura meritocrática de PDVSA: para tener éxito en la compañía, las conexiones políticas no servían de mucho. Lo que la empresa más valoraba era el conocimiento necesario para administrar una organización compleja.

Las barreras sociales para entrar a PDVSA eran bajas, porque Venezuela tenía una historia de 50 años de educación universitaria gratuita y décadas de becas generosas para estudiar en el extranjero, especialmente en campos relacionados con el petróleo. Pero una vez adentro, el progreso se basaba en el mérito. Una cultura similar se desarrolló en el sector energético, el banco central, las universidades y otras entidades que eran esenciales para la capacidad estatal.

La revolución populista vio el conocimiento como una forma de privilegio y lo arrojó por la ventana. Cuando la cultura del mérito se vio amenazada, la empresa entró en huelga y más de 18.000 trabajadores –más del 40% de la fuerza laboral de la compañía y casi la totalidad de su personal directivo superior– fueron despedidos. Como resultado de ello, hubo un colapso espectacular en el desempeño de la industria petrolera y, finalmente, en todas las demás instituciones afectadas por la guerra contra el conocimiento, lo que condujo a la catástrofe que hoy es Venezuela.

La lección es clara. Dados los requerimientos de la tecnología de hoy, desestimar el conocimiento como privilegio es peligroso. Pero como adquirir conocimiento toma tiempo y demanda esfuerzo, no es de acceso libre para “el pueblo”. La única manera de conseguirla es mediante un mercado implícito de prestigio: los expertos deben ser generosos con su conocimiento y estar comprometidos con la nación. A cambio, la sociedad los “retribuye” reconociéndoles un prestigio que torna deseable su puesto, aun si las diferencias salariales están comprimidas, como suele suceder en el sector público (y como sucedía en Venezuela al momento de los ataques letales al conocimiento).

La alternativa al populismo es un acuerdo por el que los expertos demuestran un civismo público auténtico a cambio de la estima de la sociedad, como sucede normalmente con los líderes militares, los académicos y los médicos. Un mercado de prestigio que funcione correctamente es esencial para reconciliar el progreso tecnológico y un sistema político saludable.

–Editado–