El pleno del congreso ha aprobado de manera unánime, en primera votación, un proyecto de reforma constitucional para incluir el acceso al agua en el capítulo de los derechos sociales y económicos. De ser aprobado en segunda votación, en la próxima legislatura, se agregaría un nuevo artículo con el siguiente texto: “El estado reconoce el derecho universal y progresivo de toda persona de acceder al agua potable. Garantiza este derecho priorizando el consumo humano sobre otros usos.”
El proyecto se suma a una tendencia internacional a considerar al agua como un derecho. Varios países lo han incorporado en sus respectivas constituciones. Pero un derecho no nace con una norma legal. Lo que nace con la norma legal son ciertas obligaciones de hacer o no hacer. Uno tiene, por ejemplo, derecho al entretenimiento; la ley no lo dice, pero tampoco le impone a nadie la obligación de entretenerlo.
¿Cómo entender, entonces, el nuevo derecho? El texto constitucional propuesto no dice simplemente “derecho al agua”; dice “derecho al agua potable”. Alguien tiene que sacarla del río y tratarla. Alguien también, se supone, tiene que tender las redes de distribución para llevarla hasta donde la gente la necesita. ¿Quién será ese alguien? No queda claro, pues el estado no asume ninguna obligación; solamente “reconoce” el derecho.
Supongamos que una empresa construye (o ha construido) toda la infraestructura necesaria para tratar y distribuir el agua. Tiene que cubrir sus costos cobrando una tarifa al usuario. Si éste no paga, le puede suspender el servicio. Pero cuando la constitución consagra “el derecho universal y progresivo de toda persona de acceder al agua potable”, ¿qué puede hacer la empresa para enfrentar la morosidad? ¿Puede exigir el usuario ante los tribunales que le restablezcan el servicio, amparado en su nuevo derecho constitucional?
Esta preocupación la ha expresado, como consta en el dictamen de la comisión de constitución, el presidente de la Superintendencia Nacional de Servicios de Saneamiento (Sunass). Los congresistas han hecho caso omiso de sus palabras. No sabemos qué pasará, pero la incertidumbre que se genera hará poco por incentivar la inversión privada en la prestación de servicios de agua y saneamiento, que tanta falta hace.
Un informe de las Naciones Unidas, también citado en el dictamen, plantea el reconocimiento del derecho al agua en otros términos. Cuando el servicio no lo presta directamente el estado, sino una empresa, sea pública o privada, lo que le corresponde al estado es asegurarse de que todos los usuarios reciban el servicio en igualdad de condiciones. Eso está mejor.
Mucho más eficaz que una reforma constitucional para garantizar el acceso al agua limpia a la mayor cantidad de gente posible es el mercado. Los congresistas, lamentablemente, no confían en él. Pero cuando los vecinos de un asentamiento humano tienen que comprar el agua a un camión cisterna que pasa dos veces por semana y pagar diez veces más de lo que paga un vecino de Miraflores, el problema no es el mercado, sino la falta de libertad empresarial. Hay un precio que justifica instalar las redes de distribución en cada asentamiento. Para la mayoría ese precio no es, con seguridad, ni diez ni siete veces más, quizás ni siquiera una vez y media más, que la tarifa regulada que pagamos los demás.