(Foto: Sepres)
(Foto: Sepres)
Andrés Calderón

Cuando las tensiones políticas aumentan, no es difícil subirse a la tribuna, pintarse la cara y caer en absolutismos. Para los políticos es casi una receta diaria. Y para abogados y periodistas es fácil contagiarnos. Es más popular gritar desde la popular.

Existen argumentos para objetar la constitucionalidad de la formulada por el primer ministro . Primero, condiciona dos tareas fundamentales y exclusivas del Legislativo como aprobar leyes y leyes de –potestades que, llegado el caso, el ni siquiera podría vetar: no puede impedir la aprobación de leyes que el vota por insistencia, ni observar leyes de reforma constitucional–. Además, impone un plazo perentorio al Congreso confinando su rol deliberativo. En suma, constriñe la función legislativa que la propia Constitución establece que no está sujeta a mandato imperativo.

Pero también están los contraargumentos que respaldan al Ejecutivo: La cuestión de confianza es deliberadamente amplia y hasta el propio diario de debates del Congreso Constituyente Democrático revela que esta puede “plantearse sobre lo que se quiera”. El Tribunal Constitucional ha advertido que se puede plantear para la aprobación de “un determinado proyecto de ley” o “cualquier cosa que desee el Gobierno ver convertida en realidad y que no lleve camino de serlo”. Asimismo, tiene sentido que la cuestión de confianza se formule respecto de competencias exclusivas del Congreso, pues se trata de un instrumento pensado para las relaciones de tensión y balance entre poderes Legislativo y Ejecutivo. Y si no hubiera plazo para el Congreso, la cuestión de confianza podría convertirse en letra muerta. Finalmente, el Parlamento ya aprobó una cuestión de confianza al ex primer ministro César Villanueva que también incluía reformas constitucionales y un plazo máximo.

En fin, si le ponemos una pizca de sinceridad a este debate, y cincuenta céntimos de humildad, reconoceríamos que se trata de una discusión no resuelta, y que el Derecho no pueda o quizá no deba resolver. ¿Procederá la cuestión de confianza? ¿La aprobará el Congreso? El pulseo de las fuerzas políticas en conflicto y el respaldo o rechazo ciudadano, seguramente, nos darán la respuesta y no algún tribunal ni “reconocido jurista” por más canoso que este sea.

Desde el nacimiento de la Constitución de 1993 que hoy se interpreta, no tuvimos a un Congreso tan intransigente ni a un Ejecutivo tan “respondón”, como para observar a ambos poderes del Estado con la mano reposando sobre los botones rojos de la disolución parlamentaria y la vacancia presidencial.

No quiero que disuelvan el Congreso. Y no es por su conformación actual ni mucho menos para proteger la mentada y sacrosanta estabilidad de la economía peruana (en serio, ¿creen que este Parlamento ha brindado algo de seguridad jurídica, predictibilidad a las inversiones o impulsado alguna reforma trascendental?).

Tampoco quiero que el Ejecutivo se acostumbre a recurrir a la cuestión de confianza para aprobar leyes o reformas constitucionales, ni para presionar el avance de acusaciones constitucionales, por más merecidas que estas sean (cof cof, Chávarry). Y no es por Martín Vizcarra, ni porque crea que es un autócrata.

Tranquilos, muchachones. Son importantes, pero no tanto. Más relevante que la pugna política presente, de Salgados, Becerriles, Vizcarras y Del Solares, es el futuro. Más trascendentales son los precedentes que estos jugadores están creando con una Constitución que posiblemente viva más que ellos.

Algún día quizá tengamos un Congreso decente y digno de defensa. Y algún día quizá tengamos un Ejecutivo abusivo que quiera concentrar el poder. Algún día los tuvimos.