"Espero que la nueva tendencia, con la cual lleguemos a un bicentenario, sea de profunda reflexión. Para no seguir atrapados en la hubris de la ambición desmedida": (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Espero que la nueva tendencia, con la cual lleguemos a un bicentenario, sea de profunda reflexión. Para no seguir atrapados en la hubris de la ambición desmedida": (Ilustración: Giovanni Tazza)
Carmen McEvoy

Uno de los sermones más conmovedores del siglo XIX es, sin duda, el pronunciado por Bartolomé Herrera en las exequias celebradas el 4 de enero de 1842 por el alma del general Agustín Gamarra, muerto a los 56 años en la batalla de Ingaví. Utilizando como epígrafe una cita bíblica de Jeremías (“¿cómo hemos sido desolados y confundidos vergonzosamente?”), Herrera reconoció el sacrificio del militar cusqueño, sin dejar de referirse, con mucha delicadeza, a los errores que lo condujeron a una muerte que humilló, también, a la república derrotada que él representó en Bolivia.

Gamarra era el Perú, y su muerte una llamada de atención sobre los “pecados” de cada uno de sus hijos “contra la patria”. La rebelión permanente, la falta de respeto por la autoridad, el poco amor por el colectivo social, el faccionalismo y la ambición desenfrenada eran –para este padre del conservadurismo– las razones principales de una derrota no solo militar, sino moral. ¿Cómo era posible –se preguntaba Herrera– que un pueblo “abundante en talentos, en valor y en todo género de recursos” pudiera sufrir “la última humillación”? Esto es ver su territorio profanado y vencido por un Estado que, como el boliviano, “debía estremecerse” al contemplar el poder de un otrora imperio. El llamado a la introspección (“juzguémonos con imparcialidad”) y el análisis estructural de un problema originado en la independencia es, sin duda, una de las grandes contribuciones del futuro director del Convictorio de San Carlos al debate político del siglo XIX.

Aunque Herrera no lo dice abiertamente, resulta obvio que ese “castigo” que él siente había caído sobre la República del Perú tenía su razón de ser en aquello que los antiguos llamaron hubris: la ausencia de límites en la loca carrera por el poder. Ya Francisco de Paula González Vigil había alertado, diez años antes de la catástrofe del Ejército peruano en Ingaví, sobre la soberbia y el autoritarismo de Gamarra en esa frase de antología: “Yo debo acusar, yo acuso”. Recordando, asimismo, que los peruanos no eran “vasallos de un rey” cuyas órdenes se ejecutaban sin réplica, sino “ciudadanos de un pueblo libre”. La vena autoritaria de Gamarra y su obsesión por el poder le pasaron esa terrible factura, de la cual Herrera dio cuenta una década después. El “hubris peruano” que, desgraciadamente, sigue devorando a aquellos que no entienden ni su dinámica, ni la responsabilidad que demanda y mucho menos los límites de su uso –siempre efímero–. Porque utilizar el poder para dominar, humillar, estafar y robar casi siempre ha llevado a los que lo detentan al despeñadero.

En la antigua Grecia el hubris estaba referido a un desafío directo a los dioses, que en el fondo era un atentado contra el equilibrio natural. El castigo, que para Herrera exhibe elementos estrictamente cristianos, era denominado némesis: el nombre de la diosa encargada de ejercer justicia implacable. Sin embargo, el concepto de hubris iría evolucionando con el tiempo. En la actualidad refiere a la falta de humildad, un desafío abierto a las limitaciones del ser humano. La arrogancia indudablemente enceguece. Y a pesar de que los modernos Ícaros logran volar alto con sus alas de cera, su desprecio por los límites los conducirían inexorablemente al desastre.

En la novela “Todos los hombres del rey”, de Robert Penn Warren, el personaje principal sufre terriblemente como resultado de su propia hubris. Willie Stark, de extracción muy humilde, ingresa a la política local y se posiciona como un cruzado contra la corrupción. En la medida que su poder se incrementa y logra obtener la gobernación de Luisiana, rompe con sus principios y en lugar de servir a los que lo eligieron se sirve de ellos. Al final, el poder lo enceguece, sucumbe a la corrupción y debe enfrentar el destino trágico del que dan cuenta los mitos y leyendas griegas que nuestros políticos criollos deberían alguna vez leer.

“El poder es como un explosivo: o se maneja con cuidado o estalla”, dijo alguna vez Enrique Tierno Galván, el político e intelectual que participó activamente en la transición democrática española. Hace ya varias décadas somos testigos de explosiones de todo calibre en el Perú. Estallidos rodeados de escándalo y vergüenza nacional, que nos recuerdan ese sermón de Herrera que nos alerta sobre el mal uso del poder y sus dramáticas consecuencias.

Mientras termino de escribir esta columna, que no es más que un intento de racionalizar y poner en contexto histórico el momento dramático que vive la República –cuyo destino pende de las declaraciones de un corruptor carente de vergüenza y de límites– escucho algunas palabras esperanzadoras en la última CADE. Por ejemplo, las de Carlos Meléndez y su propuesta de ese shock institucional que urgentemente necesitamos; las de Salvador del Solar reflexionando en torno a lo público, o las de Bruno Giuffra disertando sobre la nueva infraestructura que el Perú necesita para competir internacionalmente y, de esa manera, brindar bienestar a millones de sus ciudadanos. En breve, pareciera que en medio de este momento aciago surge una nueva manera de concebir el poder, que en teoría debería ser puesto al servicio de las grandes mayorías. Espero que sea la nueva tendencia, con la cual lleguemos a un bicentenario, que debe ser de profunda reflexión. Para no seguir atrapados en la hubris de la ambición desmedida que, desafortunadamente, no nos ha dejado concretar la promesa basadriana de una vida mejor.

TAGS