Ayer, se presentó ante el con cinco investigaciones fiscales encima, con dos de sus colaboradores cercanos aún en la clandestinidad y con el canto de Bruno Pacheco, el exsecretario de Palacio devenido delator, reventándole los tímpanos.

Si bien frente a este contexto cualquier anuncio menor a un adelanto de elecciones o a una renuncia iba a demostrar que el gobernante está lejos de reconocer la precariedad de su situación y lo nocivo de su permanencia en el cargo, lo de ayer ha sido una nueva exhibición de descaro. Lejos de rendir cuentas por los problemas que protagoniza y por las gravísimas denuncias de corrupción que pesan sobre él y su familia, el jefe del Estado insistió con una estrategia ya socorrida: hacerse la víctima y acusar un empeño de “los poderes fácticos y la oligarquía” por “minar al Gobierno del pueblo”.

Con esto, Castillo recicla la narrativa que quiso vender (y que le vendió a muchos incautos) durante las elecciones para convertirla en un arma de defensa política. Así, según él, aquello que se le imputa no son más que “mentiras” de los medios de comunicación que se niegan a reportar sobre lo bueno que ha hecho motivados por intereses particulares. También se describe como un mandatario de orígenes humildes asediado por todos los que no quieren ver el cambio que él representa concretándose.

Sin embargo, a estas alturas de su gestión, el presidente difícilmente podría esperar que la ciudadanía se compre el cuento. Sobre todo, cuando los problemas del jefe del Estado no comienzan con los periodistas ni los “poderes fácticos”, sino con las personas a las que él les abrió las puertas del Gobierno y que hoy lo acusan de ser un corrupto, como ocurrió con dos exministros del Interior (Avelino Guillén y Mariano González) y con sus otrora allegados que hoy colaboran con la justicia, como Karelim López, Zamir Villaverde y Bruno Pacheco.

Es evidente que así como no hay contrición ni propósito de enmienda, tampoco hay vergüenza. Al inquilino de la Casa de Pizarro le importa poco que le crean. Lo de ayer fueron 86 páginas de insultos a la inteligencia ciudadana y una demostración de que antes de ofrecerle salidas al país Castillo se va a aferrar al cargo.

Y puede hacerlo, ya que, como dijimos desde este espacio la semana pasada, el presidente se siente seguro. ¿De qué otra manera podría explicarse que tenga el tupé de pararse frente a los que aspiran a ser sus verdugos para repartir tanta demagogia e ignorar a todos los elefantes en la habitación?

Que haya sobrevivido a su primer año de Gobierno, a pesar de protagonizar un escándalo cada 36 horas (ECData), es suficiente para saber que el Congreso está lejos de tener lo que se necesita para removerlo del cargo. Pero, además, el espectáculo patético que ofreció la oposición con la elección de la Mesa Directiva, al dividirse en múltiples listas y al impulsar algunas candidaturas más inspiradas por el ego que por la sensatez política, da cuenta de que el Ejecutivo no tiene verdaderos adversarios en el Legislativo.

Desde esta columna creemos que lo mejor que podría pasarle al país es que, de alguna manera respetuosa de la Constitución, se remueva a Castillo del cargo. El discurso de ayer ha confirmado esta convicción, al dar cuenta de un presidente contumaz y desvergonzado. Toca a la ciudadanía exigirle al Congreso que se espabile o, de lo contrario, impulsar mecanismos para gatillar un borrón y cuenta nueva.