Susana Villarán
Susana Villarán
Andrés Calderón

“El momento grave que vivía la ciudad hacía necesario que la campaña ciudadana que movilizó a miles de personas se fortaleciera con publicidad política de gran nivel”. “No se trató de mantener el poder de una persona elegida por el voto popular sino de darle gobernabilidad a Lima” (, 11 de mayo del 2019).

El legado de Villarán no fue ni será la gobernabilidad de Lima. La magnitud del egocentrismo que la ex alcaldesa de Lima exhibe incluso en su confesión “sincera” para enfundarse túnicas (y chalinas) mesiánicas es solo comparable con los rimeros de aportes ilícitos que recibió de y en dos campañas electorales. Desde ese momento, se sentó en un sillón municipal que, en lugar de resortes, tenía ‘doleiros’.

Lo que en verdad nos heredó la ex burgomaestre capitalina es la confirmación de lo más lúgubre pero cotidiano de nuestra vida política. Esa máxima de la actuación política en la que sus protagonistas justifican una trama de terror por un final “feliz”. No cualquier final feliz, por cierto, sino el que ellos quieren. O, en el caso de Villarán y su revocatoria, el que quieren evitar.

Y bajo ese credo, los delitos se convierten en errores (las vueltas que da la vida). Recibir dinero, por debajo de la mesa, de empresas que tienen contratos e intereses económicos en juego con el municipio es “solo” una infracción administrativa, invisible para el Código Penal. Y expandiendo el dogma a otras arenas, tampoco está mal postular a la Presidencia de la República ocultando el origen de los caudales de campaña, si es que se hace para “servir al país”. Ni reclutar a decenas de personas para que pitufeen ese dinero. O contratar abogados/mercenarios que amedrenten a los falsos aportantes.

Pensándolo bien, quizá los peruanos ya habíamos leído ese testamento. Solo faltaba añadirle la firma de Villarán al final y con tinta indeleble.

Entonces, la lección que podemos extraer de este ‘affaire’ de manos blancas y lavadas de banderas es no fiarnos ni de la pintura y detergente que usan. Porque, puestos a jugar el juego de tronos a la peruana, hasta la tía más chévere “sacrifica” su moralina.

Me temo que esa pueda ser la enseñanza de esta película. Si había una empresa decente que hubiera querido apostar por ciertas ideas políticas, por determinado modelo de ciudad o país, probablemente ya no quiera arriesgar su reputación después del . Más lamentable aun, ciudadanos de bien se alejarán de la política, cínicos frente a las promesas de cambio, conscientes de que la desconfianza es su mejor escudo.

Y aquí la culpa no es exclusiva de Villarán, sino también de sus principales socios y allegados. De sus funcionarios de confianza y compañeros de campaña. Y hasta de periodistas y opinantes que se hipotecaron a una causa sin la suspicacia que su rol les demandaba. Hay que decirlo aunque incomode.

Pues no podemos esperar que todos los votantes y simpatizantes fiscalicen el origen de los fondos de una campaña en la que honestamente creen. Pero sí se lo podemos exigir a quienes marchan en la línea frontal sosteniendo la banderola. ¿No les preocupó saber de dónde salía tanto dinero? ¿No indagaron quién pagaba los millonarios spots publicitarios? Y si aquellas preguntas no encontraban respuesta, ¿por qué no lo advirtieron al público? ¿Por qué no se distanciaron? No bastaba confiar ciegamente en los amigos y mirar al costado. En ese momento, sobre todo en ese momento, había que decir que No.