(Ilustración: El Comercio)
(Ilustración: El Comercio)
Andrés Calderón

¡Qué difícil es ser candidato de derecha en el Perú!

Para constatarlo basta repasar las recientes declaraciones de los representantes de algunos partidos que uno creería –generosidad, de por medio– que confían en las bondades de la economía de mercado.

Algunos como Nano Guerra García de Fuerza Popular creen que mientras más ingredientes acumule la sopa, esta será más fácil de digerir: “El fujimorismo tiene gente que yo calificaría de centro izquierda, tiene gente de centro y tiene gente que calificaría de centro derecha. No sé si de derecha, porque hay un sitio para la derecha en el país y ahí no veo al fujimorismo”. Otros como Hernando de Soto de Avanza País desafían hasta al chef más avezado y nos enseña el sancochado que se cocina en la cabeza: “soy un liberal, socialista, conservador […] como Donald Trump, soy un poquito de las tres cosas”. Y, por supuesto, está Julio Guzmán del Partido Morado, quien sencillamente no quiere tomarse ninguna sopa y sus reflexiones tienen la misma consistencia que el hombre de paja en el cual apoya sus falacias: “La izquierda no quiere saber nada de la minería y la derecha dice que funciona perfectamente”.

Dejando estas contorsiones de lado, me pregunto si la data del Banco Mundial corresponde a otro país. ¿Cómo podría repeler un modelo económico que ha logrado que la población en situación de pobreza (monetaria) pase de ser más de la mitad (58,4% en el 2004) a casi la quinta parte (20,2% en el 2019) del país, y ha reducido la desigualdad a niveles históricos (de 53,7 en 1997 a 42,8 en el 2018, según el índice de Gini)?

Formulo dos hipótesis para entender el distanciamiento electoral de quienes, literalmente, le tienen miedo al éxito.

En primer lugar, podría estar la comprensible desconfianza ciudadana. Los beneficios de la economía de mercado se han visto truncados por las barreras de la informalidad. Para muestra está el eterno problema laboral. Más del 70% de los trabajadores peruanos son informales. No causa sorpresa, pues, que cada cierto tiempo haya paros y protestas. Pero las soluciones nunca van más allá del papel en el que se imprime “El Peruano”, porque los incrementos salariales, los bonos y las reglas solo aplican para las empresas formales y sus trabajadores. La mayoría sigue relegada. Y aun así, por miedo, se renuncia a flexibilizar uno de los regímenes laborales más rígidos y excluyentes del mundo. Algo similar a la idea de poner topes a las tasas de interés en un país donde el 53% de la población no está bancarizado, y las tasas del crédito informal a mypes ascienden al 792% anual (BCRP).

La economía de mercado no produce esa informalidad. Más bien, son las reglas absurdas y las prácticas antimercado (como las colusiones) las que privan a gran parte de la ciudadanía de sus beneficios.

Justamente en este punto es que el mercantilismo acomodado perenniza la informalidad y la frustración. Cada quien baila con su pañuelo. Nos contentamos con regímenes especiales y toleramos la informalidad ajena mientras no choque con las rentas propias. Sálvese quien pueda.

Esto nos lleva inevitablemente a la segunda hipótesis: la claudicación de la promesa de largo plazo se convierte en populismo del corto. Desdeñosos de los electores, los partidos de derecha prefieren ofertar sueños milagrosos con prescindencia de que se cumplan o no. Venden dióxido de cloro de manejo económico.

El pecado de nuestra derecha política es convertirse en conservadora, no del modelo económico, sino del statu quo. Y con ello, se dirige en espiral hacia un hoyo populista del que cada vez será más difícil escapar.