(Piko Tamashiro /GEC)
(Piko Tamashiro /GEC)
Enzo Defilippi

La velocidad con la que todo cambia en el Perú es alucinante. Si uno no está pendiente de las noticias todo el tiempo corre el riesgo de no saber qué sucede. Eso es lo que me ocurrió a mí el lunes pasado. Cuando poco después de las 7 p.m. recibí un correo haciendo referencia al cierre del Congreso, no entendí nada. Horas más tarde, cuando me enteré de que Mercedes Araoz había jurado como presidenta, entendía menos aún. Y eso que en la mañana había estado viendo en vivo cómo, después de incidentes indignos de quienes representan a los peruanos, el primer ministro había podido, finalmente, presentar el pedido de confianza a nombre del Ejecutivo.

Para entender (no justificar) por qué llegamos hasta aquí hay que ponernos en los zapatos del presidente y de la oposición. En mi opinión, el principal objetivo del presidente Vizcarra ha sido el de evitar, a toda costa, estar en una situación de indefensión frente a sus adversarios. Como sabemos, él solo podía ejercer la amenaza de cerrar el Congreso (en caso este le niegue la confianza al Gobierno) hasta el 28 de julio del 2020. Ello lo hubiese dejado, por doce meses, a merced de las venganzas de sus enemigos políticos. Venganzas que, muy probablemente, se hubiesen materializado. Todos hemos visto lo poco importantes que se han vuelto los argumentos en el Palacio Legislativo. Lo único que ha importado a la mayoría, desde julio del 2016, ha sido mantener los números necesarios para hacer lo que les convenga: defender a los amigos, acusar a los enemigos y aprobar armas políticas disfrazadas de leyes. En una situación así, la probabilidad de que el presidente sea depuesto y acusado por lo que hizo o no hizo en el Caso Chinchero era cercana a uno. Así que, una vez que se hizo evidente que no se iban a adelantar las elecciones, buscó una excusa para cerrar el Congreso. Y la mayoría, con sus maneras prepotentes, se la regaló.

Por otro lado, para entender el comportamiento de la mayoría parlamentaria es necesario tomar en cuenta tres aspectos. El primero, que el fujimorismo se la tiene jurada al Ejecutivo. Sea por piconería (lo que creo yo), miopía u otra razón, a estas alturas es obvio que su principal objetivo ha sido impedir que el Gobierno sea exitoso en algo. Para ello ha contado con la colaboración del Apra, cuyos congresistas, por conveniencia o necesidad, han demostrado estar dispuestos a jugar en pared. El segundo, que es muy probable que miembros y allegados de ambos grupos (y de otros también) terminen en la cárcel cuando terminemos de conocer quienes (¡y por qué!) recibieron dinero de Odebrecht. En esas circunstancias, es razonable que luchen como gato panza arriba por mantener su influencia e inmunidad parlamentaria. Y, en tercer lugar, porque los congresistas ya no tienen incentivos para portarse bien desde que se prohibió su reelección. Esto es, irónicamente, consecuencia de la decisión de Vizcarra de proponerlo en el referéndum del año pasado.

¿Qué lugar ocupa el país en estas motivaciones? Lamentablemente, ninguno. El Perú, en este despelote, es como una muñeca jaloneada por dos niñas caprichosas a quienes poco les interesa si se rompe.