Nuestro país enfrenta un incremento sostenido de la inseguridad ciudadana. Un vocablo engañoso para referirse al actual cuadro de erupción social. Y es que hoy la inseguridad no es algo solo citadino. Dese una vuelta por el país y descubrirá que los quiebres legales son generalizados y recurrentes. No es una sorpresa. Ha sido algo acumulado y predecible.
Para entenderlo empecemos por el lado demográfico. Somos una sociedad de más de 30 millones de habitantes, de los cuales solo 3 millones pasan por universidades de calidad variada y 15 millones carecen de un empleo adecuado. En este ambiente pululan cotidianamente medio millón de jóvenes entre los 14 y 17 años de edad que sobreviven prostituyéndose o cometiendo crímenes diversos (pues ni estudian, ni trabajan).
Pero eso no es todo. Mientras la demanda laboral de los más educados es creciente, para la mayoría restante –informal y no educada– es decreciente. Ergo, sus ingresos y empleabilidad caen mientras crece su frustración.
Y hay algo más. El desmoronamiento continuo de las instituciones (la policía, el Poder Judicial y la burocracia en general) amplifica el problema. No solo se tolera su ineficacia y visible corrupción, sino su conexión con el narcotráfico y otros delitos. Esto implica una espiral que no tiene por qué detenerse en el futuro.
Diariamente los programas de noticias nos informan de policías que asaltan, jueces o fiscales que encubren o liberan impropiamente y políticos que hacen gala de demagogia, tolerancia a lo intolerable e incapacidad flagrante. Aquí resulta lógico que la mayoría electoral –desempleada e informal– exija lo que exige y vote como vota.
El premio Nobel de Economía Gary Becker tenía toda la razón. Los criminales no tienen motivaciones radicalmente diferentes al resto de la gente: son los incentivos los que importan.
De hecho, Becker sostenía que la criminalidad no solo estaba determinada por la racionalidad o preferencias de los posibles delincuentes, sino por el entorno social y sus reglas. Es decir, que la combinación de niveles educativos, estructura de penas, presupuestos policiales y judiciales, trabas regulatorias al empleo y otras intervenciones estatales modelan la criminalidad. ¿Qué hacer aquí? Ayuda entender qué nos está pasando.
El grueso de nuestra gente no tiene –ni ha tenido nunca– un empleo adecuado. Y aunque esto no justifica que se conviertan en criminales, tampoco ayuda. Urge flexibilizar el mercado laboral y destrabar toda creación de puestos de trabajo acorde con la Constitución.
Adicionalmente, necesitamos simplificar un ordenamiento penal iluso y proclive a la corrupción. Debemos, además, depurar a los malos elementos en la policía, el Poder Judicial y al íntegro de la burocracia local. Ideas como que multar resulta preferible a encarcelar deben ser llevadas a la práctica.
En ausencia de estas reformas (que reconozco chocantes para el statu quo local), dejémonos de palabrerías: privaticemos la seguridad ciudadana. Permitamos la defensa propia a nivel comunitario, ciudadano o regional. Si creemos que sentados o aplicando medidas parciales o aisladas algo mejorará mágicamente, seguiremos teniendo la suerte que –sin duda– merecemos.
Y la privatización gradual de la policía y el Poder Judicial se dará a las buenas o a las malas. El detalle es cuánto nos costará como sociedad postergar más tiempo los ajustes requeridos.