Economía de la inseguridad, por Carlos Adrianzén
Economía de la inseguridad, por Carlos Adrianzén
Carlos Adrianzén

Nuestro país enfrenta un incremento sostenido de la inseguridad ciudadana. Un vocablo engañoso para referirse al actual cuadro de erupción social. Y es que hoy la inseguridad no es algo solo citadino. Dese una vuelta por el país y descubrirá que los quiebres legales son generalizados y recurrentes. No es una sorpresa. Ha sido algo acumulado y predecible.

Para entenderlo empecemos por el lado demográfico. Somos una sociedad de más de 30 millones de habitantes, de los cuales solo 3 millones pasan por universidades de calidad variada y 15 millones carecen de un empleo adecuado. En este ambiente pululan cotidianamente medio millón de jóvenes entre los 14 y 17 años de edad que sobreviven prostituyéndose o cometiendo crímenes diversos (pues ni estudian, ni trabajan). 

Pero eso no es todo. Mientras la demanda laboral de los más educados es creciente, para la mayoría restante –informal y no educada– es decreciente. Ergo, sus ingresos y empleabilidad caen mientras crece su frustración. 

Y hay algo más. El desmoronamiento continuo de las instituciones (la policía, el Poder Judicial y la burocracia en general) amplifica el problema. No solo se tolera su ineficacia y visible corrupción, sino su conexión con el narcotráfico y otros delitos. Esto implica una espiral que no tiene por qué detenerse en el futuro.

Diariamente los programas de noticias nos informan de policías que asaltan, jueces o fiscales que encubren o liberan impropiamente y políticos que hacen gala de demagogia, tolerancia a lo intolerable e incapacidad flagrante. Aquí resulta lógico que la mayoría electoral –desempleada e informal– exija lo que exige y vote como vota. 

El premio Nobel de Economía Gary Becker tenía toda la razón. Los criminales no tienen motivaciones radicalmente diferentes al resto de la gente: son los incentivos los que importan. 

De hecho, Becker sostenía que la criminalidad no solo estaba determinada por la racionalidad o preferencias de los posibles delincuentes, sino por el entorno social y sus reglas. Es decir, que la combinación de niveles educativos, estructura de penas, presupuestos policiales y judiciales, trabas regulatorias al empleo y otras intervenciones estatales modelan la criminalidad. ¿Qué hacer aquí? Ayuda entender qué nos está pasando. 

El grueso de nuestra gente no tiene –ni ha tenido nunca– un empleo adecuado. Y aunque esto no justifica que se conviertan en criminales, tampoco ayuda. Urge flexibilizar el mercado laboral y destrabar toda creación de puestos de trabajo acorde con la Constitución. 

Adicionalmente, necesitamos simplificar un ordenamiento penal iluso y proclive a la corrupción. Debemos, además, depurar a los malos elementos en la policía, el Poder Judicial y al íntegro de la burocracia local. Ideas como que multar resulta preferible a encarcelar deben ser llevadas a la práctica. 

En ausencia de estas reformas (que reconozco chocantes para el statu quo local), dejémonos de palabrerías: privaticemos la seguridad ciudadana. Permitamos la defensa propia a nivel comunitario, ciudadano o regional. Si creemos que sentados o aplicando medidas parciales o aisladas algo mejorará mágicamente, seguiremos teniendo la suerte que –sin duda– merecemos. 

Y la privatización gradual de la policía y el Poder Judicial se dará a las buenas o a las malas. El detalle es cuánto nos costará como sociedad postergar más tiempo los ajustes requeridos.