La verdad y la mentira en , como dos caras de una misma moneda, están relacionadas con el poder. Pues alcanzarlo y mantenerse en él exige de los políticos decidir por qué lado del platillo de la balanza inclinarse. Pero cuando el mundo de la política es observado hasta en sus rincones más pequeños y oscuros, descubriendo no solo claridad, sino, sobre todo, suciedad y pestilencia, el impacto nocivo es dejar de ver un edificio y considerar que lo que está al frente es una caverna.

No hay casi nada de lo que no se pueda tener información. Y si manejarla es tener poder, con la ocurre también lo mismo. Ciertamente, esta logra extender su llegada allí donde las fuentes oficiales son insuficientes o han sido dañadas por malos desempeños o campañas de desprestigio contra sus portadores. El debate público queda así atrapado y seriamente erosionado por los efectos perniciosos de la desinformación y, con él, las bases de los sistemas democráticos y sus instituciones; sometidos, además, a una creciente polarización.

Los medios de comunicación no solo van ahora en la búsqueda de la verdad y de presentar la información, sino que deben luchar contra la desinformación, en el mejor de los casos, o ser envueltos en ella, como se observa con dramática frecuencia. Quienes combaten la desinformación no se dan abasto para contrarrestar la avalancha que llena de ‘fake news’ (noticias falsas) las plataformas y que rebota en algunos medios, sin control y de manera irresponsable.

De esta manera, se echa abajo el capital reputacional de instituciones y personas, a base de violencia comunicacional. Los productores y operadores de ‘fake news’ no buscan solo que la gente cambie de opinión, sino que concentre su atención y discuta sobre determinados temas, aumentando su visibilidad (viralización), porque hay actores políticos a los que les interesa circularla. Es, en buena cuenta, una operación política.

Dentro de este contexto, los procesos electorales, en la medida en que se trata del espacio temporal sobrecargado de mensajes políticos, han sido un terreno fértil para la desinformación. Desde que Donald Trump creó su propia red social, Truth Social, en vista de que Twitter y Facebook cancelaron sus cuentas, la desinformación electoral ha crecido y se ha esparcido de manera alarmante. Fue la palanca de un proceso mayor que inflamó el debate público con la polarización política extrema, con un lenguaje envenenado, que recorre el mundo.

En el 2020, gracias a la campaña de desinformación, millones de estadounidenses creyeron –como un acto de fe en el que la evidencia no importaba– que Joe Biden no había triunfado, sino Donald Trump, a quien le arrebataban el triunfo y se le impedía seguir gobernando. Todo ello a partir de una compleja y sutil conspiración contra él. El impacto generó rechazo hacia los resultados, manifestándose en niveles de violencia nunca antes vistos, que llegó a su expresión más alta en el asalto al Capitolio.

En nuestro país, hasta las elecciones del 2021, nunca en toda la historia de la República se había desarrollado un operativo de desprestigio –de un proceso electoral, de los organismos electorales y de quienes cuestionaban esos argumentos–, contando con la venia de muchos medios de comunicación, que ofrecían una cobertura sin mínimos filtros. Desconocer el resultado sobre las bases de la desinformación ha desprestigiado las elecciones y ha dañado nuestro sistema democrático. Lastimosamente, para muchos, el fin justifica los medios.

Fernando Tuesta Soldevilla es profesor de Ciencia Política en la PUCP