La libertad de expresión y el derecho a la protesta son ingredientes vitales en toda democracia. No importa qué sea lo que se reclama, la Constitución protege tu derecho a formular el reclamo pacíficamente. Incluso cuando se pide algo meridianamente ilegal o absurdo, como está pasando con las manifestaciones gatilladas por el golpe de , donde demandan la liberación del sátrapa frustrado y la disolución del Congreso, junto con un solo pedido atendible: el adelanto de elecciones.

Uno tiene derecho, en fin, a estar equivocado y a estar incómodo con las leyes y el estado de derecho. Pero nada te faculta a pasar por encima de este. Nadie tiene el “privilegio” de pisotear las libertades y derechos de los demás ciudadanos en la búsqueda de sus objetivos políticos. Pero eso es precisamente lo que está pasando. Un conjunto de vándalos que se hacen pasar por manifestantes viene atacando el país, incendiando edificios públicos, destruyendo negocios y fábricas, bloqueando el libre tránsito y dañando o sitiando aeropuertos. Son una minoría que empuña la con poco temor por las consecuencias.

Una tira de indefendibles que, sin embargo, tienen azuzadores y defensores. La policía ha señalado a varios de los primeros, como los parlamentarios Guillermo Bermejo y Guido Bellido (quien ha llegado a decir que a Castillo se le drogó y que por eso perpetró el golpe). Y habría que sumar ahí al mismo dictador que, a punta de misivas desde la cárcel, atiza el ánimo de sus huestes e impulsa la narrativa de que él es la víctima, cuando todos lo vimos pronunciar por televisión el discurso con el que pretendió ordenar el cierre del Congreso y la reestructuración del sistema de justicia. También están los presidentes de México, Argentina, Bolivia, Colombia y Honduras (izquierdistas todos) que buscan negar la legitimidad de como presidenta.

Los defensores merecen otro párrafo. Usted los ha visto en redes sociales, esmerándose por ofrecer coartadas a los delincuentes, amparándose en el falso academicismo con el que la izquierda radical suele revestir sus prejuicios, fantasías y teorías. La excandidata a legisladora, Lucía Alvites, por ejemplo, señala los cuestionamientos a los manifestantes y a quienes los azuzan como expresiones “clasistas” y “coloniales”. Otros, como la usuaria de Twitter Laura Arroyo (a quien el socialista español Pablo Iglesias entrevistó en un programa digital), han insistido en la narrativa, iniciada por el régimen extinto, de que todo lo que está pasando es porque las “élites” nunca aceptaron que un campesino sea presidente. En términos más generales, se habla de que “no se debe criminalizar la protesta” cuando es evidente que esta ya se criminalizó sola y con gusto.

Otra característica distintiva de los estados modernos es que estos tienen el monopolio del uso de la violencia –un concepto hecho explícito por Weber, además– y, por ello, los jefes de Estado, como ocurre en nuestro país, son comandantes supremos de las Fuerzas Armadas. Con el golpe, Castillo quiso ejercer vilmente esa función y, ahora, buena parte de sus seguidores busca diluir el monopolio que ordena nuestra sociedad con violencia de su propia cosecha.

Y es en casos como estos, de subversión rebelde y de perjuicios a la mayoría de los ciudadanos, donde el uso legítimo y proporcional de la fuerza por parte del Estado se justifica y su monopolio cobra sentido. Y eso es lo que el gobierno de Dina Boluarte debe hacer, con respeto escrupuloso a la Constitución, pero con contundencia para que se haga justicia y se recupere la paz.

La declaración del estado de emergencia nacional es un buen primer paso. Pero Boluarte y compañía, nuevos en el poder, están demostrando no tener los reflejos políticos muy bien afinados. Y los delincuentes quieren aprovechar esa situación, incluso cuando el adelanto de elecciones parece encaminado. Pero la presidenta tiene entre sus manos una misión que la trasciende: devolver la tranquilidad. Ahora o nunca.