Anteayer el Congreso le dio la confianza al flamante gabinete de Violeta Bermúdez con una amplia votación a favor. Días antes, el gobierno le entregaba la cabeza del ministro del Interior al Legislativo para asegurar el resultado. De vuelto, el Parlamento aprobó por insistencia la ley de retiro de fondos de la ONP y no puso al debate el proyecto del Ejecutivo para reformar el régimen agrario. ¿A qué recuerda este escenario?
Luego de la caída del brevísimo gobierno de Manuel Merino, la elección de Francisco Sagasti como presidente de la República fue aplaudida por un amplio sector de la opinión pública. Sin embargo, Sagasti llega al poder con las mismas taras con las que llegaron Pedro Pablo Kuczynski y Martín Vizcarra: no cuenta con una bancada mayoritaria en el Congreso y, lo que es peor, se enfrenta a una oposición que no tiene el mínimo interés en negociar una agenda país de corto plazo con miras a la transición democrática del 2021.
En esta coyuntura, el Congreso, que no tiene la responsabilidad de gobernar, tiene todas las de ganar. Si algo sale bien, reclama el crédito; y si algo sale mal, culpa al Ejecutivo.
¿Qué puede hacer el gobierno de Sagasti para contrarrestar el poder del Congreso? Claramente ya no puede recurrir a las armas pesadas en las que constantemente se apoyaba Vizcarra, pues no hay recursos constitucionales disponibles en el último año de gobierno. Por ello, desde mi punto de vista, el Ejecutivo tiene dos opciones. La primera es asumir que no puede ganarle el partido al Parlamento y buscar únicamente que la goleada abultada, no lo sea más. Es decir, disminuir el impacto de las medidas populistas en la reglamentación de las mismas o en su ejecución. Un trabajo de filigrana que sin duda va a tener que realizar. Ello, sumado a las numerosas demandas de inconstitucionalidad a las que debería recurrir para revertir –ex post– el daño recibido. Estos mecanismos, por supuesto, solo evitan que el partido termine 20-0 y se conforman con una goleada igualmente dolorosa, pero menos numerosa.
La otra vía, que corre en paralelo a la anterior, es la de la persuasión. No de los congresistas, por supuesto, sino de la opinión pública. Este Congreso, como se sabe, es uno que busca el rédito político de corto plazo, el aplauso fácil, los puntos en las encuestas del próximo mes. Y es por ello que muchas veces retrocede en sus empecinamientos cuando ve que la opinión pública no los acompaña. Tal es el caso de la presidencia de Merino, por ejemplo. Tenían el poder casi absoluto del país en sus manos. Controlaban dos poderes del Estado. Sin embargo, una semana de protestas los hizo recular en su decisión y elegir a uno de sus colegas menos populares como presidente.
Así, si es que el gobierno logra tener una estrategia asertiva y masiva de comunicación con la población, podrían, tal vez, conseguir generar corrientes de opinión a su favor que desincentiven el accionar parlamentario. Esto es una tarea complicadísima, por supuesto, pues normalmente las iniciativas populistas del Congreso cuentan con el apoyo de la mayoría de la población (de ahí el amplio consenso que logran en el hemiciclo). Y, para colmo de males, en época preelectoral toda la comunicación del gobierno debe ser antes aprobada por el JNE, así que es aún más difícil lanzar campañas rápidamente.
Toca esperar a ver si este gobierno tiene la habilidad necesaria para sobrevivir en un ambiente sumamente hostil o si le toca seguir el tortuoso camino de sus predecesores.
La mejor de las suertes.